El delta del Ebro, cuna de miles de aves

360 Grados Press te descubre la desembocadura del río más caudaloso de España y que da nombre a la Península

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‘Las cumbres del Montsià, a espaldas de Sant Carles de la Ràpita, marcan la frontera. Cuando el río Ebro salva la última montaña antes de fundirse con el mar Mediterráneo se encuentra con una inmensa llanura plagada de arrozales. Es un territorio aislado, un laberinto de acequias salpicado por austeras masías. Allí cerca de trescientas especies de aves disfrutan del tercer humedal más espacioso de Europa, tras La Camarga (Francia) y Doñana (Huelva). El delta del Ebro es la cuna de la mitad de las especies registradas en el viejo continente, un espectáculo para la vista.

Las garzas imperiales se asoman entre las hierbas de los arrozales y emprenden suaves vuelos dejando tras de sí una estela de libertad y naturaleza. Si seguimos el camino hasta Riumar acabaremos llegando al mirador de la Tancada, en la ribera del Ebro, a escasos metros de la barra del Trabucador, el límite entre el mar y el río. Allí habitan flamencos con su pose inmóvil apuestos para la foto. Al otro lado de la orilla, la isla de Buda, de acceso restringido, hasta hace poco de titularidad privada y hoy compartida con la Generalitat.

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Surcar el Ebro es un acontecimiento. En el restaurante Nuri ofrecen la opción de embarcarse en un paseo de tres cuartos de hora hasta la desembocadura. Tiene más de simbólico que de espectacular. El río que da nombre a la Península muere en un estrecho canal sólo apto para embarcaciones de recreo. Ocho metros de profundidad, sólo una lámina de apenas un metro de agua dulce en la parte superior y salada el resto.

Dicen que en Tortosa, la localidad tarraconense situada a treinta kilómetros río arriba, se pueden pescar doradas pero tal vez sean para estómagos a prueba de bombas. Entre tanta naturaleza surge la mano indecente del ser humano. Llama la atención que un Parque Natural esté jalonado por montañas de basura y un aspecto descuidado impropio de la conservación que se supone a un espacio de estas características. No hay cosa mejor para quitarse ese mal sabor de boca final que dejar atrás el Delta, recorrer treinta kilómetros hasta Sant Carles de la Ràpita, embarcase en otro barco y comer una paella con arroz bomba propio de la zona en el Xiringuito, un restaurante único levantado sobre una antigua mejillonera en medio del mar Mediterráneo.

Laura Bellver

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