madres de la Plaza de Mayo
Las madres de la Plaza de Mayo comenzaron a reunirse en este enclave de la ciudad de Buenos Aires para manifestarse por la desaparición de sus hijos. Foto: MARGA FERRER

Las madres que nunca descansaron

David Casas
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Golpes fuertes en la puerta de vidrio de la entrada de la casa. Un sonido estruendoso que hizo que María Alejandra, de 15 años, se despertara sobresaltada de madrugada en su cama. Abrió los ojos y una ametralladora le estaba encañonando directamente a la cara. La noche del terror acababa de empezar para la familia Lefteroff.

Era el 25 de enero de 1977, durante el Proceso de Reorganización Nacional de Argentina, la última dictadura cívico-militar del país, bajo el mando de Jorge Rafael Videla, tras el golpe de estado que derrocó el gobierno de María Estela Martínez de Perón.

En la calle Pringles, en la ciudad de Bernal, al nordeste del partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, la policía acababa de despertar a gritos a toda la familia. El objetivo principal: la hermana mayor de María Alejandra, María Cristina, una joven de 20 años, estudiante de Derecho en la Universidad de La Plata, que había comenzado a tener inquietudes políticas después de comenzar a salir con un chico, supuestamente insurrecto del Proceso, dentro del centro de estudiantes de la Universidad.

Los policías maniataron y vendaron los ojos de María Alejandra y le llevaron al salón de su casa, donde también se encontraba su padre, Jorge, su madre, María, y su hermana, que enseguida quiso conocer la razón de su detención: creyeron haber encontrado a un pez gordo de los insurgentes, por su relación sentimental con el ‘radical’, y resultó ser “una simple mojarrita” (pez pequeño), como cuenta la más joven de las hijas Lefteroff.

María Alejandra recuerda cómo se llevaron arrestadas a su hermana y también a su madre, para presionar a María Cristina para que hablara. Esa fue la última vez que la adolescente volvió a ver a su hermana mayor. “Mi madre contaba que las encerraron en dos celdas de la brigada de Quilmes y que escuchaba a mi hermana llorar; cuando por fin la vio estaba golpeada, con la cara deformada por las palizas y le habían aplicado electricidad para que confesase. Tuvo la oportunidad de llorar con ella y abrazarla en alguna ocasión cuando las sacaban al patio”, explica María Alejandra.

A los 10 días de reclusión, cuando Jorge, el padre, estaba a punto de mandar a su hija pequeña a Brasil para huir del terror que estaban viviendo, María, la madre, fue liberada a tres calles de su casa, pero de su hija mayor nunca más se volvió a saber.

Esta historia se repitió en las casas de miles de familias argentinas durante los años de la dictadura y ello dio origen a una de las figuras más representativas de la denuncia por esta situación: las madres de la Plaza de Mayo, una asociación de mujeres que comenzaron a reunirse a partir de abril de 1977 en este concurrido enclave de la ciudad de Buenos Aires (en frente de la Casa Rosada, la sede de la Presidencia) para manifestarse por la desaparición de sus hijos y sus hijas y exigir la recepción y atención de Videla, así como, posteriormente, establecer la autoría de los crímenes y promover el enjuiciamiento de los responsables.

Su caminar a paso lento en círculos alrededor de la pirámide de la plaza y sus pañuelos blancos en la cabeza se convirtieron pronto en un símbolo de la lucha contra la represión y la injusticia y en favor de la libertad. María, la madre de María Cristina y María Alejandra, pronto pasó a formar parte del grupo, que cada semana se hacía más grande, y con quien marchaba cada jueves, de 15.30 a 16 horas. Entre todas ellas destacaron activistas como Azucena Villaflor, Mirta de Baravalle, Josefina García de Noia y Hebe de Bonafini.

El camino fue agridulce para las madres: trataron de continuar la lucha que sus hijos habían intentado llevar a cabo contra el Proceso, a través de la asociación, su propia radio, una universidad (la Universidad Popular de las Madres de la Plaza de Mayo), un programa de televisión, un café literario, un plan de viviendas sociales y una guardería infantil.

María Cristina Lefteroff durante su adolescencia.

Pero también sintieron el duro golpe de la represión siendo perseguidas y golpeadas durante la dictadura (como cuando tomaron la Catedral de Buenos Aires para reclamar ‘trabajo para todos’) e incluso, en el caso de algunas de ellas como Azucena Villaflor, María Eugenia Ponce y Esther Ballestrino, secuestradas, torturadas y asesinadas.

Pero ello no les impidió seguir manifestándose tras la conclusión de la dictadura y durante los mandatos posteriores hasta que decidieron finalizar sus marchas multitudinarias a mediados de la pasada década.

Eso sí: el sufrimiento por la pérdida de sus hijos y de sus hijas, sin saber si siguen vivos o no, es un sentimiento que nunca nadie les va a poder aliviar. Pero al menos les queda la satisfacción de haber hecho todo lo posible por denunciar y visibilizar a unos jóvenes que no se esfumaron sin más, si no que fueron secuestrados por sus pensamientos políticos.

Tampoco les podrán arrebatar los recuerdos. “Mi hermana era extrovertida; tocaba la guitarra y el piano; escribía cuentos y le gustaba leer Historia; fue cuadro de honor en sus tres primeros años de Secundaria. Era amiga de sus amigos, pero, sobre todo, era una gran hija y una gran hermana”, valora María Alejandra sobre María Cristina.

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