En El Correo de Andalucía he hecho de casi todo, como siempre ha de hacer un aprendiz de periodista, monaguillo de la pluma y los andurriales: meterme en el barro hasta las trancas, una crónica de sucesos con dos ahorcados en un mismo día, una entrevista a un futbolista fondón y trolero, una crónica rociera y, por encargo de Requenita, corregir cinco teletipos de Efe, de esos que hablaban de un nuevo atentado de la ETA en algún monte perdido de Euskadi, o algo del Papa. El tiempo se colgaba del infinito techo de uralita en aquel edificio de la Carretera Amarilla y uno solo se enteraba de la hora cuando tenía hambre o el cansancio taladraba tus párpados.
Yo me acuerdo que allí la gente paseaba su corazón con una sonrisa y eso que los tiempos eran jodidamente duros. Porque en El Correo de Andalucía siempre se ha toreado con toros en punta y cada día nos jugábamos la taleguilla. Y el despido. Teníamos a un consejero/delegado, el famoso Pipas, que era el ogro de las siete leguas, un tipo siniestro, que hizo del nepotismo un arte y de la crueldad una doctrina.
En aquella época, el teniente coronel Tejero se degradó a capitán Garfio, Felipe González nos pareció el rey Pescador y yo rebuscaba en mis viejos libros de latín para traducir con devoción las últimas cartas de Tierno Galván, ese profesor de traje gris casi planchado, un alma blanca y medio centenar de maldiciones a su hipermetropía que ponía nubes frente a los pezones derretidos de Susana Estrada.
En Sevilla, un servidor consumía noches de azahar y melancolía futbolera con Paquiño Correal y también inventaba lunas en verso y jazmín con Paco Gallardo, a la vez que bebíamos por docenas botellines de cruzcampo con el Eusebio, un sabio envuelto en un doloroso manto de negrura autodestructiva, arquitecto filosófico del barrio de San Lorenzo, una especie de Montmatre parisino con aroma a Skadarlija, la zona bohemia de Belgrado, donde Alfred Hitchcock mandó a hacer gárgaras su dieta y Bob Marley hizo un genial dúo con Saban Saulic.
Por las mañanas, Javier Smith había terminado una nueva maratón periodística, Carmen Yanes camelaba a algún sindicalista en su enésima huelga de hambre, Pepe Alvarez escribía la penúltima soflama de Clavero, Fernando Díaz de la Cortina se topaba de bruces con la muy Apostólica Madre Iglesia y trataba de trampear su crónica de los curas rojos de Torreblanca, un barrio donde el sol sufre cadena perpetua y el paro tiene plaza fija en la calle de la desesperación.
Uno se hizo mayor aprendiendo de las mejores plumas y el instinto de linces del Periodismo que habitaba en aquella casa. Allí me dio un poco de beber de su ironía Juan Holgado y tragué docenas de faeminos infames con el sentrañi Guzmán, con el que aprendí el Decamerón Plumilla, código trascendental para derramar mis neuronas en la vida. Con ellos (y contigo también, cura Javierre, mi entrañable amigo) lo aprendí todo, en especial saber que un compañero es muchas veces un hermano con distinto apellido.
Ahora, El Correo de Andalucía vuelve a encontrarse con la soga en el cuello y varias docenas de periodistas se encuentran como aquella foto mítica de los obreros con las piernas en el aire en una viga de un rascacielos neoyorquino, pero sin bocadillo; mi gente de El Correo lleva un desagradable papel llamado despido. Todo por el capricho de un sátrapa con dinero y el corazón del tamaño de una lombriz.
No dejen morir a ese tesoro del Periodismo. Por favor, escuchen: su corazón aún sigue latiendo.