Oswieçim o el recuerdo del horror

Esta pequeña localidad polaca que durante seis años fue rebautizada por las SS como Auschwitz asiste desde 1947 a un continuo fluir de visitantes que buscan rendir un homenaje silencioso a las más de un millón de personas asesinadas por los nazis en el campo de concentración levantado en lo que fue un antiguo cuartel del ejército polaco. 360 Grados Press visita lo que queda del episodio para trasladar un trozo de su experiencia y contribuir a mantener viva la llama del recuerdo.

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No se puede escribir mucho sobre el sobrecogimiento. Es complicado escudriñar las palabras más apropiadas. Un mensaje tan solemne como silencioso sería el más ajustado para acompasar las emociones primarias que se sienten al pisar una zona que durante cuatro años de nuestra historia reciente fue epicentro de la expresión más terrorífica de la condición humana.

 

Cuando llegas a lo que hoy queda de los campos de exterminio de Auschwitz y Birkenau (Auschwitz II), reconvertidos en museo para que nadie olvide lo que allí aconteció entre 1940 y 1945 con la misión de que tamaña barbarie no vuelva a repetirse nunca jamás, la sensación que te invade es fría, desamparada, imposible, descorazonadora.

 

La visita, que durante aproximadamente 4 horas recorre los dos campos, se introduce –con el punto de partida de la triste puerta de acceso que reza el lema ‘Arbeit match frei’  / “El trabajo os hará libres”- en cuatro bloques (4, 5, 6, 7) correspondientes a parte de los antiguos barracones de ladrillo de dos alturas,  más el denominado Bloque de la Muerte –que conserva restauradas salas y celdas de torturas y un paredón para ejecuciones-. También conecta con la plataforma ferroviaria de descarga donde, a su llegada, se seleccionaba a los deportados, con las chimeneas de los crematorios como testigos, que enviaban directamente  a las cámaras de gas o a los trabajos forzados bajo condiciones inhumanas. Los barracones hoy acogen estancias con infografías explicativas de quiénes murieron asesinados por las SS, los objetos personales que no fueron expoliados, que los nazis dejaron olvidados en su huida del ejército rojo o que se libraron del fuego que prendieron para borrar las huellas de su crimen.

 

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Encogimiento es el sentir cuando desfilas ante más de 20.000 pares de zapatos, por parte de los 7.000 kilos de cabellos humanos que las autoridades del campo no llegaron a vender a las autoridades del III Reich –que usaban para fabricar telas de crin-, por las prótesis o maletas con nombres y apellidos y otras señas de identidad de sus propietarios, otros objetos personales como cepillos de dientes, brochas, gafas… O cuando ves una de las más de 20.000 latas de Zyclon B, ese componente utilizado por los nazis en las cámaras de gas de Auschwitz para matar a grupos de entre 1.500 o 2.000 personas en apenas 20 minutos.

 

Aunque sean datos al alcance de cualquiera, sobre todo en un mundo globalizado, online y sobreinformado como el que nos toca vivir, toparse ante tales escenas sobrecoge. Porque hueles, pisas, tocas, miras, imaginas, sientes, sabes que estás en un sitio donde la humanidad toco el techo de la inhumanidad. Y cuando sigues la visita y alcanzas a ver un pasillo en cuyas paredes laterales cuelgan cientos de retratos de hombres y mujeres fichados a su llegada al campo de exterminio, con información de su fecha de nacimiento, profesión y día en que terminaron sus días en este lugar del horror, la reflexión se acerca al umbral del punto y seguido.

 

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Un punto y seguido que invita a la reflexión.

Un punto y seguido para que este episodio sea un punto y aparte.

Un crujido de letras que fluyen de nuestro semanario, habituado a escribir en modo slow, con la esperanza de que los humanos no tengamos que volver a escribir letras tan horrorosas.


@os_delgado o @360gradospress

Iván J. Muñoz

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