Creo que no lo he dicho nunca pero José María Javierre, ex director de El Correo de Andalucía y uno de los intelectuales más preparados que conocí, ha sido de las personas más importantes de mi vida, a todos los niveles: en lo personal y en lo profesional. Os voy a hacer otra segunda dolorosa confesión: el cura Javierre se fue al otro barrio (murió en el invierno de 2009) sin que supiera la enorme devoción que yo sentía hacia su mágica persona. Y bien que me pesa, aunque me queda el consuelo de que el buen cura tendría cosas mucho más importantes que hacer que devanarse los sesos con mi olvido.
Yo estuve con José María escasamente año y medio, sin dudarlo, la época más hermosa de mi vida profesional, suficiente para dejarme marcado a fuego trazos de su maravillosa conducta. El cura no iba por el mundo exigiéndote el carnet de creyente, ni te observaba con los ojos del inquisidor Pérez para saber cuántos golpes de pecho te has dado al cabo de un día y cuánto hay de auténtico en tan teatral y fariseica actitud. El cura te miraba a los ojos a través de esas gruesas gafas de pasta negras y tardaba menos que un tigre merendándose una pata de cordero en comprobar de qué pie cojeabas; si eras del bando de los que se ponen en los hombros el trono de Jesús ante Anás o si, por el contrario, eras de la banda del Mirlitón, de esos que tienen reúma hasta para subirse a una calesita. Pero, sobre todo, el cura Javierre calaba a las personas: sabía muy bien si eras pata negra o si tenías los colmillos más retorcidos que los cables del teléfono de un oficinista aburrido.
Voy a contar una anécdota que protagonicé con don José María Javierre para que imaginéis un somero esbozo de su profundo calado como persona. En El Correo andábamos tiesos como un patio cubierto de mojamas, y yo posiblemente era de los más tiesos. El periódico ofrecía en el hotel Los Lebreros una mini fiesta para entregar unos premios taurinos. Era el colofón al suplemento Los Toros, un trabajo donde literalmente me dejé alguna cana y toneladas de sueño en su confección y aporte de ideas. Pero yo era más pobre que una rata y no tenía una indumentaria adecuada para asistir al evento. Por la mañana, Javier me saludó con su sonrisa de siempre.
–Qué, ¿ya estás preparado para los premios de esta tarde?
–Preparado estoy, pero no voy a ir.
–¿Cómo que no vas a ir? ¿Qué te ha pasado para que no vaya a esa entrega de premios el alma de este invento?
–Pues por mucho que trates de halagarme, no iré pues no llevo la ropa adecuada. (Lucía yo una gastada camisa de cuadros y unos más gastados vaqueros). Tampoco la hay en mi casa.
Me di media vuelta y, más triste que un sueco en medio de un tablao, me dirigí a mi mesa. A los cinco minutos me llamó por teléfono su secretaria: “Que dice don Javier que te espera en su despacho. Que es urgente”. Corrí sobresaltado, pues ignoraba qué bicho le había picado al cura. Allí se encontraba José María, enterrado en papeles, las gafas en posición de vigilancia sobre un montón de ellos y esa sonrisa “don Bosco”, que de tarde en tarde nos regalaba.
–No te sientes (me dijo). Toma. Ni una palabra digas. Haz lo que tengas que hacer, pero te ruego que vayas a los dichosos premios. No me faltes. Por favor.
Me dio un sobre de color amarillo, cuando cerré la puerta de su despacho, abrí el sobre y me quedé como si me hubiera fulminado el rayo del ángel bueno de Job: sin lengua, sin palabras, con el estómago haciendo de corazón y el corazón en los talones. Dentro había mucho dinero: 50.000 pesetas. Un sueldo de la época. Un mundo para mí. Quince estrellas seguidas, una sobre otra, encendidas sobre mi cabeza. Me volví, abrí la puerta y allí estaba el cursa, hablando con no sé quién por teléfono, enjaretando asuntos, resolviendo entuertos.
–Yo no, no yo
(balbuceó mi garganta).
–Tú no digas nada, porque esta conversación no ha existido jamás; ni tú has estado aquí esta mañana, ni nada por el estilo. Pero, por favor, apúrate en lo que sea, pero ve a Los Lebreros este mediodía, porque te lo mereces, chaval.
Corrí a El Corteinglés de Nervión e invertí buena parte del capital en ponerme como un San Luis de trapo. Juro que mi emoción no me dejaba ver a la otra persona que me miraba desde el espejo y que, supongo, era yo. Tan flamante. Juro que los Reyes Magos tienen peluca y es mentira que sólo trabajan en invierno. Juro que jamás olvidaré aquellos ojos del cura, pero sobre todo juro que jamás olvidaré su corazón.
Javier Montes