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- Es primero de año y nada cambia - 9 enero, 2019
Los muertos no se olvidan, siempre viven en el corazón de los justos. Los asesinados, arrancados de las entrañas de una familia, mucho menos. Los asesinados, desaparecidos de la faz de la tierra por fusiles de odio y fuego, nunca volvieron. Quedaron ahí, en el alma de mucha gente, en el paredón de los olvidos que sigue vigente.
España vivió hace décadas una de las guerras más crueles que conoce el hombre. Se mataron entre hermanos, entre vecinos, entre amigos. Unos y otros. Unos contra otros. El odio abanderó la guerra. Ganó el más fuerte pero no el más justo. Ni el más generoso.
Después de Camboya, España es el segundo país del mundo en número de desapariciones. La cifra sobrecoge: 114.226 hombres y mujeres permanecen en fosas comunes, algunas con más de mil personas dentro. Cuerpos hacinados como clavos en una caja de herramientas, el pecho agujereado, la sangre mezclada con más sangre y tierra.
El Estado español ha ratificado todas las resoluciones y convenciones sobre la desaparición forzada que se han planteado en la Asamblea de la ONU. En la Transición existieron comisiones en el Congreso y en el Senado sobre los desaparecidos españoles en Chile y Argentina, pero las víctimas de la dictadura siguen a la espera de un Gobierno que se comprometa sin excepciones con los derechos humanos.
Pero los muertos siguen ahí, anónimos, desubicados, malditos, desaparecidos. El Estado mira al frente, no quiere mirar a las cunetas. La duda atornilla sus pasos. Una corriente nueva quiere pasar página cuando palpita el recuerdo de los que no están dentro de las venas de sus descendientes. Quieren echar paladas de tierra en la memoria. No podrán, siguen vivos aquellos muertos que perdieron su rostro y el número de su cédula. No se olvidan.