Foto: Marga Ferrer

El beso del atardecer

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A veces, demasiadas veces, caminamos tan deprisa que apenas sabemos nada de nadie y hasta llegamos a perder la sombra que nos protege. Pasamos por la vida como cohetes de feria, veloces, ruidosos, explosivos…Y no nos paramos en el camino a ver el horizonte, quizás oler el perfume del campo en la mañana o escuchar el loco guirigay de los pájaros en un amanecer cualquiera.

Los profetas huyeron de este mundo y ahora solo quedan charlatanes de traje y corbata, buscadores de tesoros y rebaños de hombres que esperan su momento desde algún oasis con palmeras de cartón y catedrales barnizadas con papel de aluminio.

En este caos sincronizado, nadie ha visto nada, nadie sabe pronunciar el nombre de un enemigo invisible que nos mata mientras cae la lluvia y esperamos el autobús bajo la marquesina de una calle con las farolas fundidas.

Vivimos sobre una capa de luz de luna triste que no viaja en el tiempo y nunca nos espera; corremos sin pensar en otra cosa que ver un nuevo día y tratamos de descubrir la diferencia entre seguir nadando a la otra orilla o llegar primero a la puerta donde las conciencias se compran y las voluntades se rompen. Nada es igual que antes porque mañana seguirán llegando otros desconocidos, rostros con las mismas lágrimas y el uniforme sucio.

Quemamos páginas y dejamos de escribir el libro de lo cotidiano; en medio del desastre te invito a ver el vuelo de una gaviota sobre la playa o, si quieres, los trazos del dibujo de un atardecer que besa a la montaña.

@Butacondelgarci

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