El pasado uno de octubre se celebró el Día Mundial de la Arquitectura bajo el lema “El arquitecto, agente transformador de la ciudad”. La costumbre de dedicar un día a una causa no me parece bien ni mal. He de confesar que es algo que me deja totalmente indiferente, aunque reconozco que, al menos ese día, se habla de ella en los medios de comunicación, y ya es algo.
Para hablar de arquitectura nohay que esperar a la celebración de su día mundial., desgraciadamente se habla malde ella con muchísima frecuencia, incluso en las conversaciones familiares cotidianas.Sólo por poner unos ejemplos de lo publicado en prensa recientemente tenemos losimproperios de Esperanza Aguirrecontra los arquitectos, las ya clásicas críticas a la obra de Santiago Calatrava y sus elevadasfacturas, las casas del lujo de JoaquínTorres, eso por no hablar de la crisis que vive la construcción y loscientos de arquitectos que han tenido que cerrar sus estudios o emigrar a otraslatitudes. Se habla mal y mucho, diría que demasiado, y se reflexiona poco,casi nada.
Con motivo del día mundial de laarquitectura se han publicado muchos artículos de diferente pelaje. De todoslos que he leído destaco el del arquitecto valenciano Alberto Peñín, publicado en Levante-EMV,el pasado 30 de octubre, que delibera sobre la buena o mala arquitectura. Y esoque bueno y malo son conceptos que personalmente no me gustan nada. Siempre estánimpregnados por el gusto, y éste, seasocial o personal, es equívoco ya que haceque se valore una cosa olvidando los criterios objetivos, que siempre los hay.
Nuestra condición de ciudadanosnos permite opinar, y eso está muy bien. Pero con demasiada frecuencia nosmetemos en camisas de once varas emitiendo juicios de valor, casi siemprenegativos, careciendo del mínimo conocimiento capaz de hacernos traspasar nuestrasimple y llana condición de espectadores. Sólo por alimentar nuestro ego ydárnoslas de lo que no somos condenamos con extrema ligereza edificios, libros,películas, cuadros o composiciones musicales.
Si entramos en cuestioneshistóricas o filológicas aún lo complicamos más, porque sacamos todo elsociocentrismo que hay en nuestro interior. En esto los valencianos vamos sobrados. Cualquierapuede opinar de lengua, cambiar los hechos y símbolos históricos según suconveniencia, para defenderlo todo conla vehemencia que da la visceralidad y la osadía de la ignorancia. Según estapremisa, a este lado del Mediterráneo tenemos el mayor índice por metrocuadrado de historiadores y filólogos. A la primera de cambio, cualquiera sepuede convertir en historiador o filólogo sin serlo y discutir, contradecir oridiculizar a la autoridad académica máscompetente sólo por el mero hecho de llevar la contraria. Atrevidos somos unrato. Utilizo la primera persona del plural para no excluirme del grupo, pero en todos los sitios cuecen habas.
En su artículo Alberto Peñín haceun censo de edificios de la ciudad de Valencia sin sustraer la subjetividad, yeso se agradece. No obstante, lo que más me ha interesado de su contenido es comotransmite unos mínimos criterios objetivos para establecer un juicioarquitectónico, siempre con carácter relativo. Criterios que podemos aplicar acualquier valoración artística. Estos van desde la función e interés del edificioa su vinculación al entorno, sin olvidar su racionalidad constructiva o suexpresión formal y la distancia quepueda haber entre nuestro gusto y el del arquitecto. No hay que olvidar que sise acepta un arquitecto concreto, debemos aceptar de antemano su personalidad,su manera de hacer o sus gustos. Si se ha elegido a FrankGehry o Rafael Moneo, se debenaceptar las consecuencias de la elección. Esto es básico. Reconozco que la arquitecturatiene mucho de servicio público, pero la reflexión siempre evita lamaledicencia. Los criterios de Peñín ayudan al más lego. Vaya si ayudan.
Foto: Marga Ferrer
Javier Montes