Viaje a Italia: Florencia (II)

El periodista Voro Contreras relata a modo de dietario para 360gradospress.com su reciente excursión al país transalpino

Tras visitar Santa Maria Novella y sus impresionantes frescos, caminar por la plaza de la República y sus alrededores, nos dirigimos a la Galería de los Uffizzi. Hay gente, sí, y para ciertos cuadros famosísimos uno tiene que tirar de codos o estirar la cabeza para poder disfrutar de la obra en toda su amplitud. Pero, en general, no hay el agobio que uno puede encontrar, por ejemplo, delante de la Gioconda en el Louvre. Y eso que en este museo uno se encuentra, como quien no quiere la cosa, con un montón de pinturas del primer renacimiento (Lippi, Giotto, Botticelli, della Francesca) que te reconcilian con la educación escolar a pesar de tantos años de historia del arte. Pero además, cuando llegas al final de la larga galería donde se accede a estas pinturas, te asomas a una ventana y te topas de repente con uno de los paisajes urbanos más esclarecedores que uno ha visto durante su torpe existencia, con el Arno cruzando cansino la ciudad entre la monotonía de colores de los edificios florentinos.

A algunos el arte les despierta el hambre, pero nosotros ya veníamos con el hambre puesta de casa, y a eso de las dos y media abandonamos el museo con las canillas endurecidas y nos sentamos en una trattoria de la zona para pedirnos el menú (rissotto a la florentina yo, fusilli primavera Ruth y escalopines ambos. Con la cerveza, la ensalada y el café, salimos a unos dieceséis euros cada uno, lo cual tampoco nos parece exagerado).

Con las plantas de los pies todavía ardiendo a pesar de la pausa, reptamos entre callejuelas hasta la iglesia de la Santa Crocce. Impresionante, a pesar de que un gran velo de madera tapa la capilla principal en plena restauración. Sólo con los frescos de Giotto que adornan dos o tres capillas de uno de los brazos laterales del templo, uno ya está satisfecho y lamenta a la vez la falta de talento propio para encontrar palabras que describan lo bien que se siente uno descubriendo estas cosas. Pero después pasas por una puertecita al claustro que diseñó Brunelleschi para que los religiosos caminasen, no sólo bajo el absoluto equilibrio espiritual sino también el arquitectónico, y a la satisfacción se le une una sensación de tranquilidad que si uno fuese un poco más sensible seguro que se le sosegaban las entrañas. En todo caso, sí que sales de allí con una católica bonhomía que te permite salir del templo y regalarle a las hordas de turistas la mejor de las sonrisas.

Volvemos a caminar buscando la sombra de las calles estrechas hasta la Piazza della Signoria y entramos en el Palazzo Vecchio. Ya son casi las seis de la tarde y uno agradece primero que la mayoría de los turistas se conforme con ver este edificio desde fuera, y después agradece salir de allí y caminar un rato sin rumbo definido y sin la espada de Damocles de la cultura obligándote a pararte ante cada monumento y a pagar a tocateja la respectiva entrada. Cruzamos el Arno por el puente de la Trinitá, para ver desde allí el famoso Puente Vecchio y echarle unas fotos de lejos. Pasamos al Oltrarno, el barrio que se hizo grande y noble cuando a una española casada con un Médici le dio por decir que cerca del Duomo se ponía malita y que quería irse de allí. Ahora, este barrio es lo más parecido a una ciudad normal que tiene el casco antiguo de Florencia, con tiendas de cierto aspecto canallesco y niños jugando solos en la calle, sin ir cogidos de la mano de un hombre con máquina de fotos incorporada. Y es que a veces tengo la impresión de que Florencia es la postal de una ciudad maravillosa mirada desde dentro.

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