La Habana desde el Malecón

Ningún otro punto de la ciudad refleja de una forma tan precisa el espíritu habanero como el paseo marítimo. Cinco kilómetros que unen La Habana Vieja con el barrio del Vedado, el Castillo de la Punta con la Chorrera.

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Afirma César González-Calero en su libro ‘Cuba a cámara lenta: retrato de una isla imposible’ (RBA) que “el Malecón habanero no es un malecón. Es un anfiteatro abierto al mar por el que transitan personajes que acaban de escaparse del decorado de Alicia en el país de las maravillas. (…) Por éste Wonderland caribeño zangolotean personajes tan ficticios como la vida misma. Hay cazadores de puestas de sol, trovadores de postín, algún que otro saxofonista con ínfulas de poeta y un gaitero ocasional…”.

La Habana, exponente urbano de la Cuba castrista, ciudad de mil y un detalles, se explica desde el Malecón. Ningún otro punto de la ciudad refleja de una forma tan precisa el espíritu habanero como el paseo marítimo. Cinco kilómetros que unen La Habana Vieja con el barrio del Vedado, el Castillo de la Punta con la Chorrera. Un trayecto precioso, aderezado por el rumor del mar, tras el que es literalmente imposible no caer rendido a los encantos del pueblo cubano.

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Y de encantos sabe La Habana. Uno puede quedarse prendado ante el imponente edificio del Capitolio, admirar la grandiosidad de la Catedral, sentir el espíritu guerrillero del Che en la Plaza de la Revolución, contemplar con deleite la panorámica de La Habana que ofrece el Faro del Morro… Pero más allá de los edificios, de las maravillas arquitectónicas, uno se enamora sobre todo de la ciudad. De su particular aroma, mezcla de salitre, olor a comida que asoma por los portales y contaminación. De su bullicio y sus calles siempre repletas de transeúntes, de personas que avanzan sin prisas, con sonrisas que relucen en sus teces tostadas. De su ritmo siempre pausado, ajeno al transcurrir del tiempo. De su música, de esas salsas y esos cha cha cha cuyos ritmos salen desde cualquier balcón y te esperan sonando en directo en la terraza de cualquier bar.

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En esos pequeños detalles reside la fuerza y la singularidad de una ciudad cuya zona antigua supone para el turista un paso atrás en la historia. Sus calles empedradas, sus coches de mitad del siglo XX que expulsan cantidades exageradas de humo a cada acelerón, sus edificios en ruinas donde viven de cualquier manera decenas de cubanos, son una invitación a un viaje en el tiempo. Es como si el régimen castrista, en su tozudez por no aceptar la nueva realidad global, hubiese parado el reloj y hubiese condenado a sus habitantes a vivir por siempre en la misma década.

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Resulta imposible no coger aprecio a la gente cubana. Pagan con su sufrimiento la obstinación de su gobierno y la incomprensión del resto de líderes políticos mundiales. Intentan ganarse la vida como pueden. Los hay que lo hacen con el contrabando y la venta ilegal. Otros ofrecen su coche como taxi al menor gesto del turista. Están los y las jóvenes que venden su cuerpo al mejor postor. Todos ellos son víctimas de un mundo que parece haberles dado la espalda y, a pesar de ello, dicen ser felices. Lo dan todo sin tener nada, te hacen contener las lágrimas al ofrecerles el más básico de los regalos. Uno regresa de La Habana siendo mejor persona. Allí se reencuentra por momentos con lo mejor del ser humano, con esa inocencia que hoy en día en occidente es difícil encontrar hasta en los niños.

El Malecón bajo la luz de las estrellas
Todos esos pequeños detalles (el aroma, el bullicio, el ritmo pausado, la música, la gente…) que hacen única a la ciudad se encuentran en el Malecón. Cinco kilómetros que contienen toda la esencia de La Habana. En una ciudad de agitada vida nocturna, tiene uno la sensación que [Img #12815]
los que conocen la verdadera Habana son los que, ignorando las llamadas de las discotecas, han preferido disfrutar de las noches a la intemperie en el paseo marítimo, escuchando el rumor del mar con las estrellas y los faros de los coches como únicos focos de luz.

Cuando el sol se pone y la ciudad se queda a oscuras por la escasez de iluminación pública, es recomendable caminar en paralelo al Malecón en busca de algún lugar donde comprar una buena botella de ron. No es difícil encontrarlos. Una vez adquirido, no hace falta nada más para descubrir La Habana. Basta con sentarse en el paseo y entre trago y trago de ron disfrutar del espectáculo que acontence a tu alrededor. Un ir y venir incesante de personas que te ofrecen y te piden, que se sientan a tu lado y te cuentan historias, que te preguntan por España y te recuerdan que hace no mucho fuimos campeones del Mundial. De pronto un grupo de músicos se detiene y empieza a tocar canciones sólo para ti. Pronto a esos músicos se unirán otros. Y pronto habrá un montón de cubanos con los que compartirás el ron, con los que cantarás y bailarás hasta altas horas de la madrugada. Es el momento de disfrutar de la verdadera Habana. Bienvenidos al “anfiteatro abierto al mar” del Malecón.

S.C.

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