Nos vamos a Marruecos, al encuentro de los descendientes del rey poeta de Sevilla y del último rey moro de Granada
Cuando me encargaron la misión de encontrar a los descendientes de Almutamid -rey poeta de Sevilla- y Boabdil -último rey moro de Granada- no pude contener una tímida mueca parecida a una sonrisa. En apenas unas horas, con algo de ropa, una libreta y un ordenador portátil apretujados en la mochila, llegaba a Marrakech, procedente de Sevilla, en una mañana de calima moruna. Salir de la oficina resultó ser una bendición.
No era el primero. Hacía treinta años que hizo lo propio uno de mis maestros, el periodista Ramos Espejo y noventa desde que peregrinara en plena Guerra del Riff- Blas Infante, considerado padre de la patria Andaluza. También lo hizo el gran poeta de Al-Andalus Aljatíb, Ministro del Sultán de Granada, en el siglo XIV. Ante el calibre de los viajeros precedentes, la travesía se me antojaba una prueba de responsabilidad.
Almutamid fue el más refinado de los Taifas. Su reinado, el esplendor. Mientras Europa se preparaba para ser consumida en las llamas del fanatismo religioso y la inquisición, los infieles del Sur iluminaban desde su faro de elegancia y cultura. Almutamid murió encarcelado y
expulsado de su amada Sevilla por otros fanáticos, sus hermanos bereberes del desierto. Y lo hizo en Agmat, este pueblo enclavado en el valle de Ourika, a los pies del alto Atlas. Su poesía surgió del dolor, de la sangre de sus hijos, y del yugo de la bella Itimad, esclava convertida en princesa y de nuevo en esclava.
A la espalda de la carretera que atraviesa Agmat, se encuentra Qabr al-garib -la tumba del forastero-. Tras honrar sus restos, deambulo entre las viejas casas de adobe hasta dar con la familia Dukali. Llevo unas viejas fotografías y Husein Hazmiri Dukali, reconoce en las imágenes a sus familiares y a él mismo. Husein trabaja como funcionario en la Mukada, el ayuntamiento. Es miembro de un linaje que se ha erigido en centinela de los restos de Almutamid. Aunque no se jacta de sus nobles orígenes, Husein alberga en sus más íntimos fueros el orgullo de ser descendiente del último rey de Sevilla.
El hogar de los Dukali es una casa humilde, de campesinos pobres. Hanía es la matriarca y parece más acostumbrada a los extranjeros que otras mujeres de la familia, que se esconden en la penumbra. Pronto se repite el ritual. Las imágenes de antaño despiertan recuerdos de los que ya no están. Hanía ofrece lo que tiene. Sus manos, expertas y curtidas preparan el té y un brebaje hecho a base de queso y agua algo amargo. Es la hospitalidad de los pobres. Quizá también, la grandeza de una casa de Reyes.
Atrás queda Agmat, y el Alto Atlas, presidio de Almutamid. A unas decenas de kilómetros, La Plaza Jamal El Fna de Marrakech se acicala para recibir la noche. Los tenderetes de la mañana dan paso a los puestos de comida árabe. Faquires, curanderos, tatuadoras, acróbatas, cuentacuentos, encantadores de serpientes. Es este un lugar para los sentidos.
La Cutobía, emblema de la ciudad y hermana de la Giralda, se mantiene imperturbable al paso del tiempo. Por un instante, el incesante repicar de los tambores da tregua a la hora del rezo. Debo poner rumbo al norte.
Tetúan sigue honrando a sus raíces. El esplendor colonial de sus calles de estilo español, contrasta con su medina, menos permeable al turismo, y con el viejo y casi olvidado barrio judío. Boabdil, último rey de Al-Andalus murió con la desdicha de haber rendido Granada a los Reyes Católicos. Pero su exiliio fue dulce, y tuvo honores de rey al llegar a estas tierras.
Es una ciudad laberíntica de casas arracimadas e intrincadas callejuelas. Camino de la concurrida calle Niyarin, en la medina de Tetuán, reina el bullicio. No es fácil avanzar entre los puestos de comida, cuero, ropa y artesanía.
Han pasado casi noventa años desde que Blas Infante conociese aquí a Ahmed el-Ahmar, descendiente de Boabdil y, tan sólo unos pocos, de la muerte de su hijo Mohamed. También se fue con ellos Aixa, la matriarca. Sin embargo, a pesar de las desgracias, la carpintería familiar sigue en su lugar.
Abdelkader el-Ahmar ha perpetuado la tradición. Talla la madera con sus curtidas manos en un cuartucho de dos por dos. Es soltero y no tiene descendencia. Esta visita le emociona. Su hermano Mohamed, ronda los ochenta, y ha visto mundo. Emigró a Bélgica porque, como dice, aquí no había de qué comer. Y en aquellas tierras crió a sus cuatro hijos, dos hembras y dos varones. La necesidad ha dispersado a la familia Ahmar. Algunos tomaron las pateras.
Con la muerte del padre, Mohamed, la familia Ahmar ha dejado de reivindicar su pasado. Sus hijos, hombres humildes, tan sólo saben lo que dice un viejo recorte de periódico escrito hace años: Mohamed Ahmar, Rey de Granada. Los historiadores no se atreven a afirmar que el carpintero y su hermano son los descendientes de Boabdil. Aunque permanece la duda, no es difícil estremecerse al pensar que, tal vez, por la sangre de estos hombres fluye la estirpe de más de 20 reyes de Granada. Al atardecer, Tetuán se despide con sus ojos andaluces.
Ahora, de nuevo en el despacho -delante de esta despiadada pantalla- me pregunto qué habrá de cierto y qué no en esta historia. El tiempo difuminó el rastro, no hizo testigos ni atesoró pruebas. No existen documentos ni registros, nadie los ha reconocido, nadie los ha rescatado. Las lágrimas de los Reyes expulsados de al-Andalus parecen seguir brotando de las manos encalladas, de las penurias y la hambruna, de la piel de estos hombres y mujeres que llevan su sangre. Los reyes olvidados.
V.P.