Capturas de muerte

La fotografía postmortem sirvió durante décadas para que las familias pudieran mantener en el recuerdo la imagen (en la mayoría de ocasiones, la única) de sus seres queridos fallecidos, además de ayudar a muchas de ellas a pasar el luto y superar la pérdida. Una tradición que se ha perdido en nuestro país, pero que, en el caso de los bebés, se está recuperando en Estados Unidos y gran parte de Europa.

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A lo largo de los siglos la muerte ha formado parte de los rituales funerarios de multitud de comunidades como indicador del paso transitorio y fugaz que tiene el hombre sobre la Tierra antes de su recorrido hacia la ‘otra vida’. En el Antiguo Egipto se momificaba a los faraones para conservar su apariencia para la eternidad, mientras que los mayas inmortalizaban el rostro del difunto con máscaras de jade.

 

Sin olvidar las máscaras mortuorias con las que se capturaba la imagen facial de personajes ilustres ya fallecidos en la Antigua Roma o los grabados en las lápidas con la figura del difunto de la Europa de los últimos siglos.

 

Imágenes ideales y casi ‘canonizadoras’ de las personas fallecidas que en las épocas renacentista y barroca se dejaron atrás para ofrecer una mirada diferente del retrato postmortem, que pasó a representar al individuo de manera cruda, conservando sus defectos. Ello de la mano de artistas como Rembrandt y de los moldes de escayola de la cara del difunto, costumbre que se conservó hasta el siglo XIX.

 

No existía el concepto de miedo a la muerte como se entiende en la actualidad, si no que era un paso más en la existencia de una persona, un punto intermedio entre dos mundos: el terrenal y el espiritual.

 

La llegada de la fotografía a mediados del siglo XIX supuso recuperar esa idealización de las personas fallecidas cuando estaban vivas, pero de la manera más realista, ya que era posible capturar para siempre su imagen de verdad. Colocaban a los fenecidos (como si de muñecos de trapo se tratase) para posar con objetos o una vestimenta que les representara por su edad o por su profesión.

 

Incluso se realizaban fotografías familiares en estudio en las que el muerto aparecía junto a sus allegados como si todavía estuviese vivo. “Para muchas familias sin elevados recursos económicos de finales del XIX y principios del XX esa instantánea posiblemente era la única oportunidad que tenían de conservar en el recuerdo a sus seres queridos fallecidos“, explica Virginia de la Cruz, experta en fotografía postmortem.

 

Un tipo de fotografía que heredó las costumbres y las técnicas de la pintura y la pasión por la muerte y que fue evolucionando década tras década: se pasó de representar a los muertos emulando estar vivos y disimulando imperfecciones en postproducción (aunque siempre daba muchos problemas técnicos por culpa de la luz) a hacerlo dentro del ataúd como aceptación del fallecimiento del familiar.

 

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En el caso de los niños fallecidos se daba una tipología fotográfica especial, ya que se les mostraba como si estuvieran dormidos, sumidos en un dulce sueño del cual se supone que despertarían (incluso en algunas ocasiones los padres eran quienes les sostenían para aportar naturalidad a la toma). O como si fueran ángeles levitando, con una sábana de fondo y flores cosidas como decoración para hacer más idílica la imagen. “Se trata de un trance durísimo, sobre todo para las madres, y estas fotografías les ayudaban psicológicamente en el proceso de luto para superar la pérdida“, valora De la Cruz.

 

Una tradición que comenzó a perder asiduos a partir de los años 60 del pasado siglo en nuestro país, con sus últimas muestras en los años 80, debido al vacío actual que la sociedad hace a la muerte, por miedo o por rechazo al sufrimiento que produce en los demás, convirtiendo este tipo de fotografía en algo que asusta y que se valora como de mal gusto.

 

La fotografía de Nadia, la más reciente en nuestro país

Hasta el 3 de junio el Museu Valencià d’Etnologia recoge la tradición de la fotografía postmortem a lo largo de las décadas a través de la exposición Imágenes de muerte, a partir del trabajo de documentación de coleccionistas y expertos como José Huguet, Javier Sánchez, Julio José García Mena y Virginia de la Cruz, comisaria de la exhibición.

 

La muestra reúne más de 80 piezas del territorio valenciano, la costa mediterránea y algunos ejemplos europeos y americanos. Una de las españolas es, además, la única reciente y la que su comisaria reconoce como más impactante. Se trata del retrato que la psicóloga y fotógrafa Norma Grau realizó en el Hospital Clínic de Barcelona en febrero de 2017 a unos padres catalanes, Rocío y Raúl, con su hija Nadia, que había nacido fallecida.

 

Una práctica que se está recuperando en centros de salud de Estados Unidos y gran parte de Europa como forma de recordar la imagen de bebés que inevitablemente acabarían borrándose con el tiempo de la memoria de sus progenitores.


@casas_castro

David Casas

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