Una pieza con encanto de la cultura romana

Tranquilidad y sosiego. Historia y recuerdos de infancia. Señorías y calles empedradas. Gastronomía de sabor intenso. Arena mojada y rumor de olas. Aire fresco y puro en la costa Dorada. Todo esto y más es Altafulla.

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El tiempo acompañaba. Y menuda suerte, ya que habíamos pasado una semana de lluvias intermitentes (porque eso de adjetivar las aguas caídas del cielo como ‘incansables’, ‘interminables’ o ‘terribles’ cuando arrancas tu viaje en Valencia sería mentir) y nubarrones feos, feos. El trayecto se hacía ameno gracias a los discos de Michael Jackson, Amaral y Whitney Houston (así, variadito) que se iban reproduciendo a través de la radio del coche y que nos hacían vibrar desde los altavoces como si no hubiera un mañana.

 

Pero nosotros queríamos llegar. Teníamos curiosidad por descubrir qué nos determinó a decidir un día cualquiera (casi a ojo) que íbamos a pasar ese fin de semana en Altafulla. Este pequeño pueblecito costero de Tarragona me causaba buena espina. Un recuerdo de la infancia, que no sabía si era real o confuso, lo había llevado a mi memoria justo al leer su nombre. Olor a arena mojada, aire fresco, pero no frío, rumor de olas y sol de justicia.

 

Pero ¿seguiría todo igual al reencontrarme con este fraccionado despojo de imágenes y sentidos difíciles de ordenar en mi mente? Seguía, y mejoraba a cada segundo que me adentraba en la localidad. La tranquilidad y el sosiego nos abrumaron, acostumbrados a encontrar espacios de costa repletos de guiris (apelativo cariñoso y nada ofensivo por mi parte) de dorados cabellos y enrojecidas mejillas, de toallas y chanclas playeras y bullicio en las terrazas al grito de “another bravas, please // una altra de braves, si us plau // otra de bravas, por favor“.

 

Cierto es que había europeos del norte, pero eran los ya jubilados, aquellos que, encantados con el buen clima del Mediterráneo, habían optado por despedirse de sus frías tierras y fijar su residencia oficial entre esas calles que en verano se llenaban de turistas, pero que en invierno y en primavera rezumaban paz y relax. Su amabilidad y la de los vecinos de toda la vida nos envolvieron en un halo de descanso y de felicidad difícil de sustituir por el retorno al ajetreo de la ciudad.

 

Vestigios del pasado

También pudimos gratamente conocer su historia. Altafulla, cuyo castillo medieval ya aparece mencionado en documentos de mediados del siglo XI, pasó por las manos de la familia Requesens, Pere de Castellet, Francesc de Montserrat i Vives, primer marqués de Tamarit, y los Suelves, hasta el fin de las señorías. También contó con un personaje ilustre, Joaquín Gatell i Folch, conocido como el caíd Ismail, arabista, espía y explorador, que formó parte de la tríada clásica de viajeros españoles por Marruecos del siglo XIX, junto con Badía y Leblich y De Murga y Mugártegui.

 

En sus calles empedradas y sus edificios históricos se respiraban los años de esplendor que el municipio vivió gracias a la comercialización de los productos agrícolas mediante el transporte marítimo y que los conflictos entre España y Gran Bretaña acabaron por truncar, ya que comportaban un bloqueo de las rutas comerciales.

 

Su iglesia parroquial dedicada a San Martín, de estilo neoclásico, el Castillo de Montserrat y la ermita de Sant Antoni, enclaves culturales necesarios de la localidad, fueron testigos inertes del saqueo sufrido durante la Guerra de la Independencia, el anticarlismo declarado por sus vecinos en la Primera Guerra Carlista y la recuperación de su economía, a mediados del siglo XIX, gracias a la plaga de filoxera que afectó a los viñedos franceses y que provocó un aumento de precio en los productos vinícolas.

 

Vuelta a una de las grandes villas de Tarraco

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Pero la interesante sorpresa que nos aguardaba a pocos cientos de metros del casco histórico era un pedazo de historia que nos trasladaba muchos más siglos atrás y que nos conectaba con uno de los atractivos turísticos más extendidos por toda Tarragona: la villa de Els Munts, del siglo I d.C. Con la Cala Canyadell avistándose en la lejanía, se alzan en un cerro los restos de una de los espacios residenciales de origen romano más importantes del país por la magnitud de su arqueología y por la riqueza de su tratamiento decorativo.

 

Una parte rústica, la gran domus, los diversos jardines y los baños termales dan voz a una época de esplendor y de plenitud con unas vistas de ensueño que se vieron derrocadas por un terrible incendio que devastó la mayor parte de la villa entre los años 260 y 270, pero que apenas le resta belleza histórica.

 

Lugar de castellers y calçots

Una tierra, la de Altafulla, que se nos quedó corta en el tiempo, pero de la que pudimos disfrutar en todos los aspectos, recorriendo sus espacios costeros, rurales y urbanos, descifrando la esencia grabada a fuego de los castellers y su fiesta en la zona, degustando los deliciosos platos típicos catalanes (suerte tuvimos de llegar en la temporada de los ricos calçots), mojando los pies en la todavía fría agua del mar y respirando, para variar, aire puro.

 

El escritor tarragonés Enric Yxart dijo de él: “Altafulla, pueblo pequeño, pero bonito de la costa Dorada. Con vestigios romanos y medievales. Buena gente, sensibilidad y ansias culturales“. No podíamos estar más de acuerdo, ya que lo sentíamos en nuestras propias carnes justo antes de coger carretera y manta y regresar a casa.


@casas_castro

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