En las series y películas de género histórico hay mucho que contar, pero poco tiempo para hacerlo, siempre navegando entre la fidelidad y las dosis necesarias de entretenimiento que enganchen al espectador. Esta semana 360 Grados Press desempolva los libros antiguos y abre el obturador de la reflexión para abordar esta dicotomía.
INT. HABITACIÓN. TORRE TORDESILLAS NOCHE. Juana I de Castilla, con ropa de dormir y aspecto de tener más de 70 años, observa con una mueca de tristeza y lágrimas cubriendo sus mejillas el retrato de su fallecido esposo Felipe I de Castilla. Seguidamente se acuesta en un colchón viscoelástico de la celda y se queda dormida mientras se escribe con sus amigas con el teléfono móvil a través de WhatsApp.
Cualquier historiador se echaría las manos a la cabeza si leyera este extracto (irreal y llevado a la exageración) de guion de ficción, pero representa lo que podría suceder si se presentara un texto para una serie de televisión sin el consejo en muchos de los procesos de trabajo de un asesor histórico. Desde gazapos y detalles más sutiles relacionados con el vestuario, el vocabulario acorde a la época o la fisonomía de los personajes hasta errores garrafales de temporalidad, ubicación o existencia (o ausencia) de momentos cruciales.
Mónica Calderón (@monicanienor), licenciada en Historia y Teoría del Arte, ha trabajado en este puesto en una de las últimas creaciones de este género que se han realizado para la pequeña pantalla en los últimos meses, Carlos, Rey Emperador (RTVE-Diagonal TV), galardonada con cuatro premios (entre ellos, el de Mejor Programa Cultural del año) de la Asociación de Cronistas del Espectáculo de Nueva York (ACE). También ha participado en La corona partida, película bajo la misma producción, que se estrena el 19 de febrero, centrada en el conflicto entre Fernando de Aragón y Felipe el Hermoso, con una Juana la Loca víctima del fuego cruzado, y que, según Calderón, “cubre muy bien” esa laguna que quedaba entre la muerte de Isabel I de Castilla en 1504 y la llegada de Carlos I en 1517.
Para la serie estuvo presente en la labor del equipo de varios departamentos, para quienes cuidó cada matiz del argumento sobre vestuario, heráldica, tratamientos protocolarios, ritos litúrgicos o la resolución de dudas a pie de rodaje. Todo ello a través de los informes que preparaba a partir de monografías dedicadas a la figura del emperador, artículos en revistas científicas, estudios sobre la sociedad y el funcionamiento y la composición de la corte, indumentaria en el siglo XVI, correspondencia y relaciones de embajadores. Estos documentos iban acompañados de imágenes que “ilustraban lo que a veces en palabras podía resultar confuso“, como indica Calderón: cuadros, grabados, esculturas, dibujos, etc.
La preproducción y la producción se vieron protegidas por la pluma puntillosa de esta asesora histórica novel, que hasta ese tiempo había trabajado como atrecista de vestuario y escenografía de grandes obras teatrales como Medea, El alcalde de Zalamea, Hamlet o La Celestina (aunque puede que haya hueco para ella en la nueva serie sobre Felipe II que se está gestando en RTVE). Pero, sobre todo, la postproducción en cada transición creada digitalmente y cada reconstrucción de ciudades y escenarios. “Son apenas un par de segundos que contienen un trabajo por la falta de tiempo y una información detrás que el espectador no adivina“, asegura.
La libertad y la fidelidad de las series
A pesar de toda esta dura labor, la fidelidad a la historia siempre suele sucumbir a las necesidades del guion. “Me costó entenderlo, pero tuve que asumir que, por cuestiones presupuestarias, problemas de tiempo y de rodaje o para hacer más fluido lo que se cuenta, había que introducir licencias en la serie“, confiesa Calderón.
La historiadora, aun así, asegura que suele haber respeto por los hitos fundamentales de un reinado, de un periodo histórico o de la biografía de un personaje, o por los escenarios, decorados y vestuario “para hacer convincente la narración“. Pero también que el de las relaciones personales y el ámbito sentimental es un campo abonado para la novelización, aunque ayuda a que el espectador “empatice con figuras históricas que, de otro modo, podrían resultar frías y ajenas“, siempre que no se lleve al extremo.
Porque esas licencias pueden llevar de empezar con pequeñas pinceladas para armonizar o embellecer el argumento a acabar propinando brochazos de trastorno temporal o de hechos con cambios que rocen (o sobrepasen) la pura falacia histórica: la licencia gratuita compuesta por giros inesperados, la incisión en aspectos más atrayentes, el dibujo de personajes para su humanización o demonización, etc. La actualización o modernización de la historia pasada por el filtro de la mentalidad actual para juzgar y sojuzgar hechos ocurridos en un mundo distinto al nuestro.
La asesora histórica pone como ejemplo de este error la serie Los Tudor que, con un elevado presupuesto, se otorgó permisos narrativos hasta límites insospechados. “Un aparatoso despliegue de exteriores, escenas de batallas o una costosa dirección de arte, muchas veces, pueden enmascarar un tratamiento absolutamente libre de la realidad y hacerla pasar por rigurosa“, opina la experta, y considera que “la historia es tan rica, tan compleja, tan llena de matices que pretender embellecerla y reinventarla es como intentar mejorar los frescos de la Capilla Sixtina“.
Pero el lado más positivo del acierto o del despropósito de estas producciones televisivas es la gran curiosidad que generan entre los espectadores, que deciden acercarse a las librerías para adquirir un buen libro que amplíe sus horizontes fuera de lo que les cuenta la pantalla. Porque la historia es una ciencia viva, que ya “se ha quitado el sambenito de disciplina aburrida, gris y polvorienta“, como apunta Calderón.
Los sacrilegios y los aciertos del cine
Como diría el historiador canadiense Robert Rosenstone: “el cine ni reemplaza la historia como disciplina ni la complementa; el cine es colindante con ella“. O al menos así debería serlo. Pero en muchas ocasiones el pez grande del celuloide también se acaba comiendo al frágil montante de fechas y datos grabados en libros antiguos. Todo sea por el entretenimiento.
“La historia ha sido bastante maltratada en la gran pantalla: el guionista debe tener libertad en diálogos y situaciones, sin embargo, a una película que se denomine histórica, yo le pido que sea lo más fiel posible a los documentos o conocimientos que se tienen“, demanda Enrique Martínez-Salanova (@emsalanova), profesor, escritor y estudioso del séptimo arte.
A pesar de ello, piensa que existen buenos tratos en este sentido en los subgéneros de las llamadas biopic y en el cine histórico sobre los últimos siglos, de los que existe mucha más información escrita, como en la película Shakespeare in Love (John Madden, 1998), en la que “se respetan los espacios, los tiempos, los textos del dramaturgo y los variados personajes y se recrea con fidelidad la forma de hacer teatro de la época“, según Martínez-Salanova. No sucede lo mismo en producciones épicas como Troya (Wolfgang Petersen, 2004), que “ni se ajusta al texto de Homero” ni refleja bien los vestuarios o la duración de la guerra (según la Ilíada fueron 10 años, pero la película la deja en 16 días).
Maneras de contar lo que siglos ha sucedió, ya sea superponiendo la historia al entretenimiento o viceversa, pero que han demostrado lo que la historiadora Mónica Calderón mencionaba párrafos atrás. Y es que se ha despertado una curiosidad inusitada en el espectador, que quiere saber más sobre lo que se le cuenta y se le oculta en la pantalla. Eso sí que se merece un Goya o un Oscar honoríficos.
Lorena Padilla