De pequeños nos contaban historias de indios y vaqueros. Jugábamos con muñecos de plástico en donde el fuerte se convertía en ese lugar donde se estaba a salvo y el sherif imponía ley y orden siempre en favor de los “buenos”. Esa dicotomía entre buenos y malos se perpetúa a lo largo del cine, de la historia y se expande esa visión reduccionista de una historia que se ha narrado desde una única versión, la de los colonizadores.
Efectivamente, la intrahistoria aún está por descubrir una realidad bastante diferente o, al menos, otra realidad, la que se vive desde la parte de aquellos protagonistas que ya habitaban una tierra desde los primeros asentamientos humanos hace más de 7.000 años. El tiempo ha ido dando la oportunidad a esos pueblos a expresar y a situarse en un mapa que se queda pequeño para dar cabida a toda su riqueza, la que está más allá de aquella que se ha ido explotando desde que se testifican las primeras incursiones en los “territorios” nativos.
La historia está llena de matices y son esos propios matices, esa escala de grises, la que sale a la luz también a través de las expresiones artísticas y culturales, a través de la imagen, de la música, de las artes escénicas, de la palabra escrita, de los cuentos, de la cinematografía; una riqueza que acoge desde hace ya 25 años una cita única, la del Festival de la Presencia Autóctona de Montreal, en Quebec, celebrado el pasado mes de agosto, un evento internacional que ha sabido aunar las diferentes disciplinas para dar voz a estas Primeras Naciones desde un punto geográfico emblemático.
La “locura” de un grupo de jóvenes que, en el contexto convulso de la crisis de Oka (la reivindicación de unas tierras sagradas por parte de la población Mohawk ante los planes de construcción de una urbanización de lujo) allá por el año 1990, que les llevó a crear un festival orientado a las Primeras Naciones, ha conseguido asentarse como uno de los Festivales más importantes y único en sus características.
Aquel concierto benéfico que se celebró en el Café Campus de Montreal consiguió la financiación necesaria para ponerlo en marcha. Entonces eran unos emergentes Florent Vollant y Richard Desjardins quienes ponían la banda sonora, la misma que ha sonado 25 años después en un escenario muy diferente, el de la Places des Festivals, el centro neurálgico de la ciudad, en la Rue Ste Catherine, el mismo escenario que cada año acoge a los más laureados intérpretes en el imprescindible Festival Internacional de Jazz.
25 años no son nada pero, en este caso, ha sido un cuarto de siglo en el que tanto André Dudemaine como Daniel Corvec, sus fundadores, se han esforzado por mantener una convocatoria en la que ni hay alfombras rojas ni “photocalls“, donde las “celebrities” se sientan contigo a charlar en la butaca de al lado y se quedan a contarle al público lo que supone pasar seis meses en la nieve documentando la historia de los desaparecidos de una aldea en la que ya sólo quedan viejos, los únicos que ya pueden dar testimonio de lo que allí pasó. Un evento que de ser marginal ha pasado a adquirir protagonismo en el centro de la ciudad, que ha visto nacer a estrellas como el rapero Samian y que se une al impulso de proyectos como Musique Nomade para descubrir nuevos talentos nativos o la plataforma Wapikoni Mobile que promueve el cine de las Primeras Naciones.
Años ganados al olvido
Quizás por eso tenga más mérito. Quizás por eso también cueste darle la visibilidad que se merece y que requiera, año tras años, depender de la financiación pública y del apoyo de entidades que van desde el Gobierno de Canadá hasta Télé-Québec, y que lleva el apoyo de personalidades como la misma Rigoberta Menchú, que da nombre al principal galardón del Festival, en el ámbito cinematográfico, uno de los pilares fundamentales. Por eso y por otras razones que enlazan directamente con la propia naturaleza del evento y de sus protagonistas, cada año que suma es un año ganado al olvido: de la historia, de la cultura, de estas sociedades únicas que aún siguen luchando por sus derechos, por su tierra, por preservar sus raíces en un mundo globalizado.
En este esfuerzo, este año han sido más de 65 producciones las que han venido a poner en la agenda el cine sobre o firmado por los Primeros Pueblos, desde Nueva Zelanda a Canadá, con más de 20 cintas latinoamericanas. No es un cine elitista, no es un cine desconocido. El Festival de la Presencia Autóctona es el escaparate de producciones que llevan incluso el sello de la Bienale veneciana, la Berlinale o Sundance, que tiene detrás la firma de nombres esenciales como Sebastián Sepúlveda, por ejemplo, o de la reputada cineasta canadiense Alanis Obomawin.
Es, en suma, un festival único en su naturaleza, en su capacidad para integrar en una convocatoria internacional todas las artes, en su naturaleza multidisciplinar y en su longevidad. Un festival que ahora afronta un reto mayor, el de la transición: que otros cojan el testigo que hace 25 años lanzaran Dudemaine y Corvec y logren lanzarlo donde debe situarse, imprimiéndole un nuevo carácter, hacerlo quizás menos dependiente y limitado económicamente y explorando nuevos territorios. Imprimir innovación y novedad, junto a la tradición que, en definitiva, también definen a los Pueblos Indígenas en la actualidad.
David Casas