Oporto, Peñafiel y Haro: conexión enoturística

360 Grados Press se introduce en tiempo estival en tres enclaves marcados por el estigma del vino gracias a su espléndida ubicación geográfica. De la experiencia en primera persona surge esta intrahistoria narrada a pie de campo sin ánimo de hacer justicia a sus caldos, sino más bien de retratar las anécdotas que del contacto vinícola surgieron durante los días de estancia del semanario en estos santuarios del vino y del turismo.

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Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), España produjo en 2013 más de 36 millones de hectolitros de vino, mientras que Portugal superó los 6 millones. Una cifra anecdótica para el contenido del presente, pero que traemos como marco de lo que aquí se va a contar, una suerte de experiencia in situ agarrada a datos que pretenden contextualizarla para evitar que los taninos y el alcohol de las probaturas realizadas en los enclaves del vino confundan la esencia cronista y realista del texto.

 

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Oporto es húmedo, alegre, tradicional, decadente, luminoso, diamantino, creativo… Y sus vinos sorprenden al turista primerizo en la Ribeira de la ciudad, donde descansan gran parte de las bodegas históricas que desde el siglo XVII, y en tiempos de contienda bélica, proveyeron del característico caldo de este lado del Duero a los aliados ingleses. No sorprende, pues, repasar a golpe de teleférico o de autobús turístico, con el testimonio añadido de los chillidos perennes de las gaviotas, en letreros de esencia retro, las marcas de inspiración anglosajona de estos caldos tan especiales para los paladares acostumbrados a los vinos característicos de otras zonas del Duero como la que incluimos en este reportaje, menos “generosos” (sic.).

 

Taylor’s, Sandeman o Graham’s son algunos ejemplos, que conviven a pie de Douro con otras bodegas de nomenclatura portuguesa como Ferreira o Ramos Pinto, entre otras. El rey de los vinos de Oporto es el Vintage, aquel, nos dicen, que se embotella dos o tres años después de la vendimia con añadas seleccionadas y que evoluciona hasta 50 años en botella. Precisamente, éste es el principal reclamo de las bodegas. Quien saca pecho de contar con los mejores caldos vintage, se hace acreedor de más solera y calidad. Aunque, a decir verdad, el contacto del semanario fue con oportos de 10 años de la variedad Tawny (envejecido en roble) mientras asistíamos a una puesta de sol junto al puente de Don Luis I.

 

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En pleno mes de julio, el muelle de la Ribeira se llena en ambos márgenes de puestos de baratijas, de souvenirs, de niños pícaros que conocen las debilidades del turista y hasta de lugareños trasteando con motos acuáticas, cuyo ronroneo se superpone a la música de fados, chillouts y otros ritmos de guardar que fluyen de los locales y terrazas de los establecimientos que vigilan en la distancia las instaladas por las propias bodegas, convertidas en auténticos negocios de restauración.

 

Y así, con el sabor de boca característico de estos vinos: dulzón, achocolatado, intenso, incluso astringente, uno pone rumbo a otras zonas de la ciudad, como la animada Plaza de San Bento de la que fluyen arterias y callejuelas desde la que despierta la noche portuense.

 

Peñafiel. Vino y cerveza del Duero

En sentido inverso a la desembocadura del Douro, y a 497 kilómetros de Oporto, llegamos a través de la España mesetaria a Peñafiel, capital del vino en la DO Ribera del Duero, marcada por el castillo que cobija el Museo Provincial del Vino y que todo lo ve, incluido el Duratón, el afluente que saluda al Duero desde esta localidad vallisoletana. En las tripas del altozano donde se levante el castillo se encuentra la siguiente parada que realizamos en nuestra incursión enoturística: las bodegas Protos.

 

Según indican en la visita que emprendemos por sus instalaciones, la nomenclatura, de aspiración griega antigua, apunta a que este vino fue el primero (proto) de esta zona vinícola, de hecho, su nombre primigenio era el de Ribera del Duero, que desde 1982 cedieron la propiedad al CRDO y se quedaron con el simbolismo heleno en su nomenclatura para dejar constancia de dicho particular.

 

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Más de 2 kilómetros de galerías subterráneas abiertas en 1970 discurren por debajo del castillo de Peñafiel. Las mismas albergan 14.000 barricas (la mitad de ellas de roble francés y la otra mitad de roble americano, cuyo peso en vacío es de 60 kilogramos y su precio asciende a 600 euros cada una), 22 depósitos bajo el suelo, 3 respiraderos de 60 metros de altura… Todo para albergar más de 5 millones y medio de kilos de uva de variedad tempranillo cada vendimia procedentes de las 100 hectáreas de la bodega y de otras 1.500 de viñedo, (el CRDO permite un máximo de 7 millones) que se traducen en un mínimo de 3,5 millones de botellas de Protos Roble (6 meses en barrica y 6 meses en botella), el rey de la bodega en el mercado. El resto, otro millón y medio de botellas, corresponden a los crianza, los especiales, los reserva y los de autor.  Antes de pasar a las barricas, el vino elaborado llega a depósitos de acero inoxidable que, con una capacidad de 2 millones de litros, realizan dos fermentaciones: la alcohólica, desde el campo la uva se convierte en alcohol en 10-15 días (se realizan tres remontados –bazuqueos- al día); y la maloláctica, para conducir el vino después a las barricas.

 

En Protos todo el sistema de conducción del caldo en el proceso de producción de sus variedades se hace mediante vinoductos, empleados también para los trasiegos de barrica a barrica cada 6 meses, al objeto de limpiar los sedimentos que dejan los caldos y proceder al limpiado de las mismas para volver a ser utilizadas. La vida útil de una barrica en esta bodega es de 4 años. Cuando terminan su vida, pasan a ser utilizadas por otras bodegas o adquiridas por destilarías de güisqui de Escocia. En 2003, la bodega inauguró adosado al viejo, un nuevo recinto diseñado por el arquitecto Richard Rogers, una suerte de nave con techumbre de madera que emula la evolución del vino y en la que actualmente es punto neurálgico durante la vendimia y en el proceso final de embotellado.

 

Cerveza natural en territorio vinícola

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Tras finalizar la visita a la bodega primeriza de la Ribera del Duero, y con la cata del blanco verdejo que la marca realiza en Rueda, el rosado, el tinto Roble y el crianza, pusimos rumbo a otro de los descubrimientos del trayecto: la primera fábrica de cerveza artesanal de la Ribera del Duero. Ubicada en una pedanía de Peñafiel, en Olmos de Peñafiel, la fábrica de La Real del Duero, que así se denomina, se asienta en una antigua nave de muebles, con grandes vigas de madera, que inevitablemente evocan aromas vinícolas, por el contexto de la DO en que estamos y, por qué no decirlo, por el “deje” de la visita realizada con anterioridad a la “primera bodega”.

 

Adrián es el enólogo de la fábrica. Un enólogo del lugar apasionado por la cerveza que se afana en explicarnos el proceso de fabricación del primer mosto de una de las seis variedades de birras que elaboran con maltas diferentes, con lúpulos ingleses y leoneses –entre otros- y con un porcentaje de levadura -añadido tras el proceso de cocido del mosto inicial, de la maceración y el malteado de los cereales con el lúpulo- que, según él, es lo que marca el que el valor gaseoso de estas cervezas no sea tan “alegre” como el de otras de estilo artesano y permita “disfrutar más naturalmente de ellas sin empachar”. Damos fe de que a nosotros no nos empachó y la pudimos degustar de barril en los bares del municipio por los que David, propietario de la firma de cervezas, nos llevó de excursión para conocer el contexto tradicional y folclórico del pueblo vallisoletano, como el paraje de Espantalobos –con unas vistas privilegiadas al castillo de Peñafiel-, la Plaza del Coso y viñedos como el de Pago de Carraovejas o Arzuaga. Del recorrido, entre amarillos cobrizos propios del terreno recién arado, desciframos que están experimentando con una cerveza que pretenden haga un guiño al vino de Ribera del Duero sin incorporar nada de uva. Ya veremos qué sale en un futuro de esta probatura que quiere fusionar la tradición vinícola del lugar con la incipiente creación cervecera de la zona. Bonhomía, tradición e innovación, de la mano.

 

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Haro. La capital del vino

Dejamos atrás Peñafiel y el Duero para apuntar destino hacia otra ribera, la del Ebro, y sus caudalosos vinos de Rioja. El objetivo pasa por llegar a Haro, donde el Ebro coquetea con el Oja (Río+Oja), lugar donde según marca la historia escrita por los lugareños, se comenzó a hacer los vinos de calidad que han dado fama internacional a la DO de Rioja. Todo comenzó a finales del XIX, primeros del XX, cuando en Francia la filoxera dejó esquilmada la producción de uva y los productores del país vecino pasaron la frontera para enseñar a los propietarios de viñedos de esta zona el estilo bordelais de cómo elaborar vinos finos, de mesa, “vestidos”. Hasta la luz trajeron, convirtióndose Haro en la primera ciudad de España con suministro eléctrico, en 1890.

 

Y lo de “vino fino” (sic.) se le quedó a bodegueros desde entonces, como a Rafael López Heredia, de Viña Tondonia, que con Marqués de Riscal o Marqués de Murrieta, fueron de los primeros en implementar las calidades del proceso de vinificación pautado por los franceses. Nosotros visitamos la de los López Heredia por ser una de las bodegas que conserva su aspecto más tradicional, como si el tiempo se hubiera detenido a finales del XIX y en las paredes de esta bodega cercana a la estación de tren del municipio permanecieran los registros de cómo hacer vino. Nos cuentan que Viña Tondonia acumula 138 vendimias, que sus vinos se denominan como sus viñedos y que llevan el apellido de “vinos finos” por esa herencia francesa que ya hemos escrito.

 

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Al visitante le recibe un stand art noveau, el mismo que la bodega utilizó en la Exposición Universal de Bruselas para darse a conocer, que llevó en 2002 a la Feria Alimentaria de Barcelona con motivo del 125 aniversario de la bodega y que hoy descansa en el interior de un vanguardista decantador de tamaño natural convertido en antesala de la visita a las instalaciones seculares de la marca y en recinto acondicionado para catas y degustaciones, a modo de showroom.

 

A diferencia de los depósitos de acero utilizados en Protos, aquí siguen utilizando 70 tinas de madera con 64.000 litros de capacidad cada una, las paredes acumulan telarañas y el moho acolcha el tránsito por el resto de las instalaciones, en las que 13.900 barricas miman los vinos de reserva –sólo reserva- que saldrán al mercado con uvas garnacha, mazuelo, tempranillo o viura. Precisamente, dichas barricas las fabrican en la misma bodega, donde el papel del tonelero sigue existiendo. Dos toneleros trabajan en Viña Tondonia y son capaces de fabricar con madera de roble americano de los Apalaches por el método artesano una barrica al día cada uno, así como de restaurar, limpiar, acondicionar o desechar las que acumulan más años de vida.

 

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Singular también es, y recoge toda la esencia tradicionalista de la bodega, el calao, calaíllo o cueva donde descansan las barricas y la colección de botellas nobles de la familia. 155 metros de pasillos angostos, húmedos, en los que tanto la oscuridad, las telarañas, como el moho juegan un papel necesario para el correcto proceso de elaboración de estos vinos. El moho es un humificador natural, las arañas preservan la presencia de polillas y la oscuridad alarga la vida de los reservas, cuya tranquilidad se ve asaltada por el normal ejercicio de trasiegos entre barricas. En este caso, el trasiego es manual. Aquí no recurren a los vinoductos, como vimos en Ribera del Duero.

 

Las palabras que quedan para firmar esta extraña conexión entre Oporto, Peñafiel y Haro son para lanzar un brindis. Salud.


@os_delgado o @360gradospress

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