La pitiusa menor luce de saber estar en la transición entre estaciones, en el otoño que mira hacia el invierno, en la quietud payesa que todo lo invade, en la vida insular en una época que permite acceder a la tradición mediterránea de costumbres detenidas en instantáneas de antaño.
No hace mucho que un periodista deportivo, hoy retirado, me dijo que “era una tontería viajar al Caribe si lo tenías realmente a 1 hora de Madrid”. Ése es el tiempo que se tarda en recorrer la distancia que separa el aeropuerto de Barajas del de Ibiza, más los 25 minutos escasos en los que el ferry recorre la distancia que la separa de Formentera, una isla que vive entre dos tiempos, entre cuatro estaciones, entre percepciones descritas por viajeros imaginarios, soñadores, artistas, reconciliadores, vividores, payeses, urbanitas, bohemios.
Huele a mar espumoso, a ese olor que se desprende de los barcos de cáscara de nuez, del pico de las gaviotas, de las alas de los que deambulan entre dos tiempos, de los que vigilan la vida entre espasmos veraniegos y la calma lentitud del invierno. La luz en Formentera es diamantina en otoño, cuando enfilamos el frío y la estación donde más lucen los nativos, donde los negocios de temporada acumulan salitre, óxido y recuerdos de nostalgia aparcados en la urbe, en la distancia, a kilómetros de asfalto, sin tierra, ni higueras, ni paisajes dunares que recorrer a pie, descalzos, con un libro, una libreta donde escribir o un cráneo donde acumular vivencias con las que revestir de melancolía la fuga de la pitiusa menor. Formentera recrea la convivencia entre el turista y el pagès, entre la humedad de la estación otoñal e hibernal y las vibraciones encendidas de la primavera y el verano. Como hermana menor de Ibiza, la isla funde la generosidad de sus lugareños con la vehemente e inocente absorción del que llega, del que viene y va por unos días, por unas horas o por una visita en barco.
En la Mola se come un menú otoñal en el bar donde el cartero entrega el correo en buzones desprovistos de funcionario, se hace la sobremesa apostado en el barranco del faro mientras los fantasmas del tiempo cortan las mejillas del curioso y anochece al amparo de vistas de actividad silenciada por el devenir anónimo, el que espera a la masa ciclista, motorista, al tour operador de mayo, junio, julio, agosto y septiembre; al nadador de neopreno, al caballito de mar espantado y al velero bergantín. San Ferran de ser Roques enciende farolillos nocturnos en los que descansar de la lectura y pensar en el futuro; San Francesc ondea negocios sempiternos que no mueren con la estacionalidad; la costa de Migjorn encoje los pulmones para respirar en silencio, con gatos deambulando por la arena de Cala Saona, sonido de novela negra en Es Cap de Barbaria, procedente del agujero donde Paz Vega sumergía sus fantasías en Lucía y el sexo, y casas de cal, barro, piedra, romero, sabina y altres herbes erguidas en una planicie que hace cuña hacia las salinas, la tierra firme e Illetes, rincón de mar donde soñar es más fácil.
Formentera, una uña en el Mediterráneo, borbotón de ensoñación perdida entre turquesas, caricias y paisaje salvaje.
Óscar Delgado