360 Grados Press se asoma a la ciudad vasca en dos de los miradores desde los que abordar mejor sus encantos y planificar la posterior visita a los barrios que piden paso a base de tranquilidad, modernidad, tradición y proyección internacional. Sus gentes y los buenos alimentos completan el círculo de la recomendación.
De Artxanda parte el teleférico que baja desde el monte del mismo nombre al corazón de la ciudad, cerca del mutilado y polémico puente de Calatrava otra ciudad marcada por la mano “populista” del arquitecto de Benimámet-. Y, desde allí, al Ayuntamiento, punto de partida para un agradable paseo por el resto de emblemas de la urbe vasca. Un tránsito que también se puede dar en un barco turístico que recorre la ría, como lo hacen los autobuses descapotados que salpican otros puntos de interés del globo o las barcazas que miran a París desde el Sena o a Moscú desde el Moscova, salvando las distancias, claro, que para eso estamos en una ciudad tan distinta como singular, tan alejada del concepto capitalino de las citadas como cercana al circuito turístico internacional gracias a su Museo Guggenheim.
Desde Artxanda también se divisan unas vistas de la ciudad inmejorables, o distintas a las que se aprecian desde la competencia del mirador de Kobetamendi, ubicado en la cadena montañosa del otro lado de la urbe, en lo que este semanario bautizó como su “monte simétrico”. Es allí donde se celebra cada año el BBK Live, o donde se sube en bicicleta o a golpe de calcetín para estar en el campo sin estar, o sí, porque la paz que se respira es como la de un enclave extraurbano, pero con la ciudad a los pies, abordada por la imaginación del turista como una suerte de construcción tan efímera como neoindustrial, fabricada por los Curris de Fraggel Rock. Un mirador para que el visitante, como Matt el viajero, el tío de Gobo, anote en su cuaderno (o en su psique) las características del nuevo San Mamés, el vaivén oscuro que dibujan abajo las barquitas, mientras es asaltado por la quietud de la “maqueta”, ruidosa y húmeda, atractiva y entejada, obrera y nueva. Diferente.
Desde Artxanda también se intuye el final de la ría, y el aeropuerto si uno se asoma al otro extremo de la colina, pero nos quedamos ahora mirando de nuevo la ciudad. Vemos ahora enfrente el mirador de los Fraggel, Kobetamendi, y se ve verde, intenso. Divisamos también la tipografía clásica vasca sobre paredes de caseríos. Anuncia asadores, uno coincide con el nombre de Artetxe, que también es hotel, y donde comemos una ensalada de bonito escabechado y un txuletón como mandan los cánones (o dios, quién sabe). Lo hacemos sin perder de vista la ciudad, casi pisando Deusto, barrio universitario, trabajador, clásico, de manual, que se asienta bajo nosotros. Un barrio, barrio. Un barrio con cachis, kalimotxo, tiendas de siempre (para los vecinos), talleres y un buen porcentaje de población que viene de fuera, pero que ya forma parte del paisaje.
Desde Artxanda, como decíamos, también se llega a Deusto a través de una escalinata empinada que consigue hacer aterrizar metro a metro al que la transita sin perder de vista las techumbres de las casas, el sempiterno Guggenheim a unos cientos de metros a la izquierda y el Athletic Club (su estadio), a otros cientos en línea recta. Hasta que llegas al metro, o tranvía, no sabemos bien qué o cómo, pero nos lleva en paralelo a la ría, o por las calles entrecruzadas, y nos permite ver Bilbao sin tantas alturas, a pie de campo, tan sucio de fachada, tan limpio en la práctica. Allí encontramos más bocados, como los de un restaurante, el Baita Gaminiz, en el que comer asomado a la ría es posible, por eso de mantener cierta altura y coherencia con la que seguir analizando la visita aérea, pero alimentados por una mano vasca de degustación de bacalaos, de libros de salmón sobre una base de arroz de chipirones y unas gambas blancas, todo bañado del Txakolí de rigor, antesala de un curioso helado de queso Idiazábal y de oveja carranzana. Casi nada.
Desde Artxanda también decimos a Bilbao buenas noches, con las luces y el silencio del conticinio, y el buen sabor que nos dejan las viandas, las gentes, la visita al museo (con eme mayúscula, quizás) y sin ir al fútbol, porque no coincidió, claro. Volveremos.
Manolo Gil