Dresde: la joya del Elba

Renacida de sus propias cenizas, asombra al viajero con la solemnidad de su elegancia

ÓSCAR GARCÍA BORNAY, Dresde. A menos de tres horas en tren desde Berlín, Dresde, la capital de Sajonia, se revela como un objetivo asequible para el viajero tanto por la distancia como por su amplia oferta de alojamiento y su buena red de transportes, que la hace punto de partida para explorar sus alrededores. La ciudad centroeuropea remacha un triángulo esplendoroso: a escasa distancia, al este, se encuentra Cracovia, perla mimada de Polonia; y al sur, la capital de la República Checa, Praga.

Generaciones de visitantes han descrito extasiados los esplendores de Dresde y sus monumentos: el palacio residencial “ResidenzSchloss”, edificado en la época del Renacimiento, con la célebre Bóveda Verde; sus palacios barrocos construidos bajo el duque Augusto el Fuerte, que a la postre se convirtió en soberano de Polonia; la terraza de Brühl sobre el río Elba, que Goethe llamó “el balcón de Europa”, son algunos de sus encantos. Sin olvidar la TheaterPlatz, que acoge otra maravilla: el palacio de la ópera, “SemperOper”, y enfrente, la catedral de Dresde, primitiva iglesia católica de la corte, obra de un arquitecto italiano del S. XVIII y última manifestación del estilo barroco romano.

Sede de la realeza sajona desde 1270 a 1918, la huella de sus príncipes está presente en todo el casco histórico, que si bien no destaca por su extensión, sí lo hace por su rotunda solemnidad. Con la elegante cúpula de la Frauenkirche como punto de continua referencia visual, sus calles, sembradas de palacetes, casas señoriales y edificios típicos de los siglos XVII y XVIII invitan al viajero a dejarse llevar por la apacible atmósfera que reina en la ciudad, que a mediados de agosto experimenta una transformación con la instalación de decenas de puestos de comidas típicas alemanas y atracciones de feria que atraen a miles de turistas.

Una ciudad-museo
Dresde es también una ciudad-museo. El complejo palaciego Zwinger – una obra maestra del barroco alemán-, tiene, por sí solo, no menos de seis, todos ellos extraordinarios: la galería de pintura de maestros clásicos alberga, entre una multitud de Tizianos, Rubens, Van Dycks, Veroneses, Botticcellis y Hoelbins, el célebre Retrato de Saskia de Rembrandt y la archiconocida Madonna Sixtina de Rafael.

En el Albertinum, que alberga cuatro museos, la galería de pinturas de los siglos XIX-XX presenta, entre otros, Dos hombres mirando la luna y Tumba megalítica en la nieve, del gran romántico Caspar David Friedrich, y el expresionismo de los artistas que formaron en la ciudad en 1905 el movimiento Die Brücke (el puente).

Mención aparte merecen las colecciones de esmeraldas, joyas y objetos insólitos que se pueden admirar en el ResidenzSchloss, que dan una idea de las extravagantes aficiones así como del gusto por el derroche de la clase dirigente sajona durante siglos. Este “gabinete secreto” de los duques electores y reyes de Sajonia asombra y sobrecoge al mismo tiempo.

Memoria herida
Dresde, la “Florencia del Elba” admirada por Canaletto y Goethe, tiene también una cicatriz en la memoria colectiva muy bien disimulada por la precisión con que fue reconstruida la ciudad durante años tras la debacle de la II Guerra Mundial. Con antiguas fotografías, con cuadros de artistas famosos, con los propios recuerdos, sus habitantes la levantaron de nuevo. Dresde, como tantas otras ciudades de Centroeuropa, tiene el triste mérito de haber sido, literalmente, borrada del mapa, para volver a nacer resurgida de las cenizas de la devastación.

Desprovista de objetivos industriales o militares y llena de refugiados que huían de otras urbes alemanas arrasadas por la ofensiva de bombardeo aéreo anglo-estadounidense y del avance del Ejército Rojo, Dresde había pasado prácticamente intacta la guerra cuando, en la noche del 13 al 14 de febrero de 1945, tres ataques aéreos sucesivos causaron una auténtica matanza e hicieron perder a Europa una de las más bellas ciudades de su patrimonio. Mucho se ha discutido sobre las cifras de víctimas, pero lo cierto es que fueron varias decenas de miles los muertos y heridos.

La última fase de la campaña aliada de bombardeo aéreo sobre Alemania, entre septiembre de 1944 a abril de 1945 resultó, con diferencia, la más destructiva. Sólo en ese periodo de tiempo, siete meses, EE UU y Gran Bretaña lanzaron más de 800 mil toneladas de bombas sobre el país, lo que supone un 60% del total utilizado en toda la II Guerra Mundial para acabar con el poderío industrial y la capacidad de resistencia del III Reich. No fue elegante. No fue humanitario. Fue un ataque para sembrar el pánico y el caos en las comunicaciones en la Alemania nazi, acosada sin descanso por los ejércitos aliados.

Es fácil, actualmente, adquirir en las tiendas de souvenirs e incluso en las oficinas de turismo algún DvD sobre el trágico bombardeo. Pero uno debe tener cuidado con comprarlo fuera de estos ámbitos. El visitante verá por la ciudad carteles con la característica letra gótica germánica que anuncian la venta de documentales. En muchas ocasiones, las personas que los venden pertenecen a alguna asociación ligada a la extrema derecha alemana, que siempre ha utilizado el episodio con un fin propagandístico.

No todo podía ser perfecto en un paraíso reconstruido.

ÓSCAR GARCÍA BORNAY

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