El periodista Voro Contreras relata la experiencia rockera de su viaje al concierto ofrecido por los australianos en Barcelona
VORO CONTRERAS, Barcelona. Uno intenta ser todo lo cómodo que puede y, por lo tanto, se vuelve conservador. Le gusta que en invierno haga frío, que haga calor en verano y que la paella esté buena. Es bonito comprobar que las cosas que deben ser de una manera siempre son igual, como también es bonito que las cosas que deben cambiar, cambien (sí, Perogrullo estaría orgulloso de mí). Por eso me encanta AC/DC, por eso disfruté de su actuación como un enano, e incluso creo que desde el pasado martes por la noche soy mejor persona.
Furgoneta, cerveza y salchichón
En este estado de granítica felicidad e incluso de coñona nostalgia también tiene que ver mucho la pandilla moladora que me acompañó al concierto de los australianos. Por orden de edad: mi primo Nacho y su histrionismo contagioso; mi amigo Salenko y su bonhomía formal; yo, gallináceo cronista; mi primo Guardioleta, el hombre tranquilo; Ruth, mi chica, qué más puedo decir; y mi hermano José Antonio, rock & roll actitud. La furgoneta partió de l’Eliana bien provista de cerveza y salchichón, y llegó a eso de las dos del mediodía a Barcelona Ciudad, que nos recibió lloviendo a mares. ¿Era eso un problema para nosotros? No, y no sólo porque el concierto fuera en el pabellón cubierto de Sant Jordi o lleváramos el chubasquero puesto, sino porque la birra nos daba alas y el rock & roll impermeabilidad. Tan henchidos íbamos que si hubiese llegado a tronar y relampaguear nos hubiésemos subido a lo más alto de las torres de la Sagrada Familia para atraer al rayo que hay entre el AC y el DC con el mástil de una guitarra eléctrica.
Lluvia en la calle, dentro no
Desafiando, pues, a los elementos nos dirigimos al Born (Scott) a ver si calmábamos la gusa del viaje en algún comedero. Quizá el mismo espíritu rockero que nos protegía de la lluvia nos metió en la tasca más aceitosa del barrio. Allí nos recibió un señor de oronda constitución que cantaba los platos en una especie de idioma gutural que hacía de la propuesta de menú una auténtica lotería. Aún así, no estuvo mal: rabas/bravas (en su idioma, ambos platos sonaban igual), txistorra, butifarra catalana, pa amb tomaca y más cerveza. Cómo el garito no tenía cafetera, el orondo gutural nos convidó a un licorcito de café y así salimos la mar de contentos de su local en busca de una cafetería. Cerca de allí encontramos una que quizá era demasiado fina para nuestras intenciones de sobremesa, tal como pudimos comprobar conforme el entusiasmo y los espirituosos nos hacían levantar la voz.
Cada gintonic que nos bebíamos, cada purito que nos fumábamos suponían una mirada extraña del resto de clientela que, la verdad, no tenían mucha pinta de que les molase AC/DC. De vez en cuando, algún miembro de la pandilla moladora se animaba a entonar una canción, con ese calorcito que da el licor entre la garganta y la entrepierna, y las camareras se iban directas a la barra a preparar la siguiente ronda. Fuera seguía lloviendo mansamente y la tarde pasaba como una procesión de nazarenos descoloridos. Quizá por ello, quizá porque aún había tiempo, antes de llegar a la rambla para coger el metro nos metimos en otra taberna, en esta ocasión en una de decoración irlandesa y camareros antipáticos (no todo el mundo mola tanto como mi camarero de cabecera Carlos Cliffs) para volver a la senda de la cerveza como si fuésemos elefantes etílicos.
Cubrimos objetivos y, esta vez sí, nos dirigimos en metro hasta Montjuic. Otra vez el rock, y seguramente Bon Scott que estás en los cielos, nos ayudaron a emprender la empinada subida hasta el pabellón, bajo la lluvia y a la velocidad del rayo. Por supuesto, no estábamos solos. Eramos legión, con nuestras camisetas negras, con nuestro andar apresurado, con una cerveza en la mano y dicha en el corasón, que decía Juanito Valderrama.
Empieza el espectáculo
Una vez colocados en nuestros asientos (que cómo tal sólo íbamos a utilizar para dejar mochilas y chubasqueros) sólo cabía esperar. Y no hizo falta esperar mucho. Las nueve y media de la noche eran cuando las luces se apagaron y ante nuestros ojos apareció un mar de luces rojas provenientes de los miles de cuernos que adornaban las cabezas de miles de personas. De repente, en la pantalla gigante que presidía el escenario comienza a proyectarse las imágenes de un tren lleno de pasajeros asustados y conducido por un Angus Young de dibujos animados alimentando con la mirada inyectada la caldera de la locomotora.
Dos chicas espectaculares, como esas que alimentaban nuestras adolescentes pajillerías en cómics como El Vibora, se acercan a él, le hacen las mil perrerías y el tren de dibujos animados descarrila. De pronto la pantalla se abre por la mitad y aparece una gran locomotora a tamaño real y, con ella, los primeros acordes del Rock’n’roll train, gran canción de su último albúm. Ahí están ellos. Tantos años de atronar mis oídos con sus tres acordes (recordemos lo que dicen Los Vicentes: más de tres acordes es jazz) se hacían realidad frente a mí. Mi simplona educación musical en forma de un cantante con voz de gato callejero (Brian Johnson), un guitarrista (Angus) que esa noche cumplía 54 años y que sigue ajeno a cualquier evolución, su hermano Malcom mandando el ritmo desde la zaga, acompañado a la batería por Phil Rudd y al bajo por Cliff Williams.
Himnos
Desde esos primera acordes ya fue imposible sentarse. Nacho bailaba, Salenko daba gritos, Jose Antonio cantaba, yo subía y bajaba de la escalera como un orate y hasta Guardiola (inventor de un paso de baile que consiste en quedarse totalmente quieto y mover de arriba a abajo un brazo agarrado a una cerveza) meneaba las caderas. Ruth, hasta ese momento a la expectativa de un rollo musical que no iba con ella, vio la luz, cayó del caballo (ahora no sé si el orden bíblico es ese) y fue una gota más en el mar de cuernos. Y es que era muy difícil ser ajeno a lo que allí estaba pasando por mucho que uno no tenga corazón. Algunas (y buenas) canciones de su último disco, pero sobre todo esos himnos religiosos eléctricos, esos puñetazos melódicos que han hecho tan grandes a AC/DC sin apenas moverse del mismo sitio.
Back in black con uno de los riffs más importantes de la historia; Thunderstruck, que es como si a Bach le diese por hacer rock duro; The Jack y el inevitable strip-tease de Angus, que conforme avanzaba el concierto más se iba pareciendo a Smeagol/Gollum; Hell’s bells, con Brian colgado de la campana como un Tarzán vestido de estibador del puerto;Shoot to thrill, rápida y certera; You shook me all night long, una de las canciones de amor más bonitas de la historia; T.N.T, y la locomotora escupiendo llamaradas; esa canción sobre mujeres sucias y de gran tonelaje llamada Whole lotta Rosie, que salió como gran muñeca hinchable por encima del escenario; la bíblica Let there be rock; y, en los bises, como no, Highway to hell y For those about to rock, con cañonazos incluidos. Esa noche, como todas las noches, AC/DC hizo lo que ha hecho siempre, sin salirse del guión que dejaron escrito a principios de los 70, como un guiño interminable a la afición. Y por eso son únicos y por eso son grandes.
El último homenaje
Ya sólo quedaba llegar a casa, con una sonrisa postcoital de satisfacción dibujada en el rostro y un último homenaje al Ausente, Bon Scott. Se lo hizo uno de los pandilleros moladores, que se despidió de Barcelona con una gran vomitona pero que, gracias a Dios y a diferencia del legendario y primer cantante de la banda, él no la palmó.
Fernando Soriano Martínez