¿Cómo podía ser que siguiera vivo?

El Fairchild 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya se estrelló contra la cordillera de los Andes en Mendoza (Argentina), a 3.500 metros de altitud, cargado con 40 pasajeros, entre ellos el equipo de rugby Old Christians, y cinco tripulantes. Tras 72 días, 16 de los ocupantes consiguieron sobrevivir, gracias al trabajo grupal, las atenciones médicas más rudimentarias y la humillación que supuso para ellos recurrir a la necrofagia. Roberto Canessa es uno de estos héroes uruguayos.

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En 1972 tuvo lugar un suceso que sacudió las mentes y las sensibilidades de todo el planeta. El Fairchild 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya se estrelló contra la cordillera de los Andes en Mendoza (Argentina), a 3.500 metros sobre el nivel del mar, en ruta hacia Santiago de Chile, cargado con 40 pasajeros, entre ellos el equipo de rugby Old Christians, y cinco tripulantes. Un accidente que hoy es recordado porque 16 de sus ocupantes consiguieron sobrevivir durante 72 días hasta que fueron rescatados (otros fallecieron por hipotermia, inanición o a causa de un grave alud que les sepultó), gracias a la necrofagia (se alimentaron de la carne de sus compañeros muertos).

 

Pero también, y todavía más importante, a través del trabajo en equipo y a las atenciones médicas, principalmente, proporcionadas por uno de los deportistas y estudiante de segundo de Medicina, Roberto Canessa, que curó, dio el “humillante”, como él define, paso de comer carne humana y emprendió, junto a su amigo Fernando Parrado, un trayecto de diez días y 59 kilómetros en busca de ayuda.

 

Hoy Canessa es cardiólogo infantil en su sentida y bien aceptada responsabilidad de auxiliar a otros seres humanos que lo necesitan como sus 29 compañeros fallecidos lo hicieron a través de sus cuerpos. Y lo cuenta en su libro Tenía que sobrevivir (editado en España por Al revés), que ha escrito junto al periodista Pablo Vierci y en el que cuenta cómo ha conducido su vida desde el accidente hacia el salvamento de los más pacientes más frágiles: los niños.

 

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¿Comenzó su viaje en el Fairchild 571 como cualquier otro realizado antes o existían dudas, temores o presentimientos por las dificultades que suponía ese trayecto? 

En mi caso, a diferencia de otros supervivientes, e incluso de algunos de los que murieron, no tuve ningún presentimiento. Lo que teníamos era una gran ilusión por viajar a Chile, aprovechando un feriado -festivo-, aunque nos tuvimos que detener en Mendoza por el mal tiempo, lo que arruinó ese día extra. Y tenía mucha ilusión de jugar ese partido de rugby con los chilenos, para repetir lo que habíamos hecho un año antes. Y lo que seguimos haciendo hasta el día de hoy, jugando con ese mismo equipo chileno la llamada Copa de la Amistad, que llevamos a cabo todos los años en honor a los amigos que murieron en los Andes.

 

¿Qué recuerda del accidente?

Cuando vimos los picos de los Andes tan cerca de las alas del avión me sorprendió e, inmediatamente después, la punta de una de ellas chocó contra la montaña, el avión se partió, la cola voló por los aires y el resto del fuselaje comenzó a deslizarse por una pendiente a una velocidad que parecía supersónica, algo inimaginable que ocurriera. Lo único que pensé fue que nos íbamos a morir, que era imposible sobrevivir a un accidente aéreo en la cordillera. Que de un instante a otro iba a conocer ese gran misterio que es la muerte, qué hay después de la aniquilación del cuerpo. Por eso, cuando el fuselaje se empotró contra el final de valle, y todos nos fuimos para adelante, arrancando a los asientos de cuajo de sus guías, aplastando a los que estaban delante y me di un fuerte golpe en la cabeza que me dejó atontado por unos instantes, lo que experimenté fue el mismo sentimiento de irrealidad: ¿cómo podía ser que siguiera vivo, que mi mente enviara órdenes a mis miembros y todos respondieran? Pero estaba vivo, era imposible, pero lo estaba.

 

Miré hacia atrás y advertí que faltaba la mitad del avión y que estábamos en el medio de la cordillera de los Andes. Pero no tuve tiempo para dudar: mi amigo Fernando Vázquez, que estaba a mi lado, tenía la pierna sangrando, por lo que intenté detener la hemorragia con un torniquete, sin darme cuenta que estaba casi amputada. Luego me encontré con Álvaro Mangino con la pierna quebrada, que tuve que enderezar y acomodar el hueso con un movimiento brusco. No es que no pude detenerme para entender lo que había ocurrido, no tuve tiempo para hacerlo, porque todo era demasiado acuciante.

 

¿Le ayudaron la fortaleza física del rugby y los conocimientos y la técnica de la medicina más adelante a sobrevivir?

Sin ninguna duda el rugby fue fundamental para la supervivencia en esta historia. Es un juego de equipo, no de individualidades, donde cada uno debe poner lo mejor de sí, sumando en lugar de restando. En el rugby no se le puede echar la culpa al juez como en la montaña no podíamos discutirle al destino: había que aceptar lo que había sucedido y ponerse a trabajar. Es un deporte que requiere entrenamiento, sufrir, en silencio, esforzarse. En cuanto a la medicina, yo estudiaba segundo año de facultad y mi padre era médico. Si bien en los primeros días se requerían varios CTI para atender a los heridos más graves, que terminaron muriendo, las enseñanzas básicas que yo tenía, así como las del rugby, que te ayudan a componer huesos rotos o golpes fuertes, fueron fundamentales. Yo no les tenía miedo a las heridas ni a la sangre. Y eso fue importante para lo que vino.

 

Además del trabajo en equipo, ¿cómo ayudó usted a que 16 personas consiguieran mantenerse vivas?

Fui el doctor de la montaña porque era el que estaba más avanzado en la facultad, pero también fui inventor cuando fabriqué las hamacas para colocar a los heridos. Fui uno de los dos que intentó hacer funcionar la radio que encontramos en la cola, con Roy Harley, y fui expedicionario. Para decidir ofrecerme como caminante para buscar ayuda fue fundamental lo que me dijo otro de mis amigos, Arturo Nogueira, que terminó muriendo y que tenía las piernas rotas: “qué suerte tenés tú, Roberto, que podés caminar por los demás”. Y fue ahí que me di cuenta de la responsabilidad que tenía, porque yo tenía muy buen estado físico, a pesar de que había perdido 30 kilos de los 80 que pesaba cuando caí en los Andes. Pero tenía las piernas enteras para caminar no solo por los 14 que nos esperarían en el fuselaje, sino por los 29 que habían muerto. En honor a ellos, que con sus cuerpos nos ayudaron a vivir.

 

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¿Costó mucho tomar justamente esa decisión, la de alimentarse de la carne de los compañeros fallecidos?

Fue la humillación más grande que sufrí en mi vida. Primero intentamos comer todo lo que había, desde los cinturones hasta las valijas -maletas-. El hambre es instintiva, bestial, y solo busca un objetivo, saciarse. Cuando surgió la idea de comer los cuerpos, yo me di cuenta, porque había estudiado el ciclo de Krebs, que ese “combustible” funcionaba, porque tenía proteínas, lípidos, etc. Pero una cosa es llegar a la conclusión de que el combustible es adecuado y otra es dar el primer bocado. Y no podía pedir permiso a mis amigos muertos. Se nos ocurrió eso del pacto de entrega mutua: decir que, si yo me muero, para mí sería un honor que mis amigos usaran mi cuerpo muerto para poder salir de la montaña. Y así fue como comenzamos a comer a los muertos, que no fue más que ganar tiempo, porque hay gente que piensa que nos salvamos por la necrofagia. Pero no, con ello ganamos tiempo, pero nos salvamos porque salimos caminando y nos comportamos como un equipo cargado de afectos y solidaridad. Esas fueron las grandes palancas de la salvación de los 16.

 

¿Cómo fue el recorrido que emprendió junto a Fernando Parrado por la Cordillera de los Andes?

La idea era demencial. Lo más probable era que muriéramos en el intento, pero yo me convencí de que prefería morir luchando contra la montaña que esperando un rescate que nunca aparecía, permaneciendo en el fuselaje. Y al final del décimo día, cuando ya no tenía más fuerzas, encontramos al arriero Sergio Catalán, que trajo el rescate y nos salvó la vida. Un hombre magnánimo, que dejó sus animales a merced de los pumas para pedir ayuda, que nos acogió en sus ranchitos y nos dio de comer la comida más sabrosa y con más afecto que recibí en mi vida. Para mí Sergio Catalán se convirtió en un modelo a seguir en estos 45 años tras los Andes, trabajando de arriero, o sea de rescatista de niños aparentemente perdidos como cardiólogo infantil.

 

¿Qué fue lo primero que hizo una vez regresó a su casa, después de pasar una experiencia como la suya?

Lo primero fue hablar con las familias de los muertos, explicarles lo que había sucedido, cómo habían sido los últimos minutos de sus hijos, todo el esfuerzo que hicimos para que se salvaran. Después, llevar una vida digna, en honor a ellos, a los 29 que murieron. Siento siempre que no vine de la montaña con una mochila liviana, sino llena de una responsabilidad extra. Porque de lo contrario, ¿qué dirían esos amigos que quedaron en los Andes, cuyos cuerpos nos ayudaron a vivir, a ganar tiempo?, ¿cómo podría mirar a los ojos a sus familiares? Yo tenía la obligación de hacer una vida honesta y que buena parte de ella la dedicara a los otros. Y no había mejor manera que hacerlo a través de la medicina.

 

¿Qué destaca del contenido de su libro ‘Tenía que sobrevivir’?

El libro no trata solo de lo que sucedió en 1972, sino fundamentalmente qué fue de mi vida después. Pero para poder escribir sobre lo que hice con ella, tenía que haberla vivido. No podía haberlo escrito, junto con Pablo Vierci, hace 30, 20 o diez años sino ahora, que tengo 64. Porque ahora puedo mirar hacia atrás y hacer una suerte de balance y preguntarme qué consecuencias concretas, en mis hechos, en mi trabajo, tuvo aquello que viví cuando tenía 19 años de edad. En la montaña yo era la víctima y ahora estoy del otro lado. Las víctimas ahora son esos niños que nacen con cardiopatías congénitas, que no hicieron nada para merecerlo, como nosotros no hicimos nada para merecer sufrir un accidente aéreo en medio de la cordillera de los Andes.

 

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¿De qué manera le ha servido personalmente dedicarse a la cardiología infantil?

La historia de los Andes estática, porque no se puede cambiar. Pero en el caso de la cardiología pediátrica, sí. Niños que hace diez o veinte años se morían, o sea que estaban desahuciados, tanto como nosotros en la montaña, ahora se pueden salvar. Esta rama de la medicina cambia a una velocidad vertiginosa. En estos días estamos acompañando la evolución de un paciente mío que tenía un tumor cuando todavía estaba en el útero de la madre, se le sacó del vientre y se le operó. O sea, ese niño ya nació con la cicatriz de una operación y está evolucionando favorablemente. Pero yo me acostumbré desde muy joven a impugnar el final preestablecido de la historia, de las historias, porque lo que nosotros hicimos fue justamente eso, cambiar lo que el destino nos tenía reservado, y por eso nos salvamos. Pues yo intento hacer lo mismo con estos niños, estos pacientitos, que son como nosotros en el 72: sobrevivientes. Los mejores centros médicos del mundo me han abierto las puertas. Sus trabajadores dicen que yo sé, en medicina, de cosas que no están en los libros, ni en Internet. Porque yo soy un médico que estuvo muerto.

 

¿Qué le gusta transmitir a la gente que te escucha en tus discursos motivacionales?

Siempre digo que la gente suele tener más de lo que cree y hace por los demás menos de lo que puede. Los círculos se van ampliando con la familia, los allegados y, si se siguen ampliando, llegan hasta los pacientes de todos los rincones del país, pobres o no pobres, o de otros. Es muy difícil lavarse las manos o decretar la muerte de un niño sin haber hecho todos los esfuerzos posibles por salvarlo. Porque yo sé, en carne propia, lo que significa que te decreten muerto. Yo sé lo que significa que ya no estás vivo para la sociedad llamada civilizada. Soy un ejemplo de que siempre se puede torcer el destino prefijado.


@casas_castro

David Casas

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