El número de los sin techo en Galicia supera el doble de hace 14 años
VÍCTOR SARIEGO, GALICIA. El Día Internacional de los ‘sin techo’ se celebró el pasado domingo 23 de noviembre en todo el mundo. En comparación con otras campañas reivindicativas, podría decirse que esta pasó casi desapercibida, sin grandes declaraciones oficiales, concentraciones, manifestaciones ni compromisos institucionales o públicos. Y, sin embargo, la situación en torno a las personas que no disponen de una vivienda, continúa empeorando. En Galicia, ya son cerca de 2.000 reconocidos, a pesar de que oenegés y otro tipo de asociaciones, en su mayoría privadas, atienden cada día a más del doble. Detrás de las cifras están vidas personales. El desprecio, la falta de compromiso y responsabilidad, puede llegar a convertirlos en parias que es mejor alejar, llevar de un lado a otro, repudiar.
Pocas son las instituciones públicas que desarrollan buenas prestaciones sociales. Es como si los políticos hubieran llegado a la conclusión de que hay ciertos sectores de la población que no es rentable atender en términos electorales. Los sin techo es uno de ellos. En la región gallega el número de personas que vive en la calle ha aumentado progresivamente en los últimos quince años y a pesar de que oficialmente se reconocen cerca de 2.000 sin techo en la Comunidad, la Xunta apenas cuenta con 500 plazas para atenderlos entre centros de inclusión, pisos de acogida y albergues. Las ciudades con mayor número de sin techo, en este orden son, A Coruña, Vigo y Pontevedra. En esta última ni siquiera existe un centro público de atención, pues todos los presupuestos se destinan a Vigo, en la que a pesar de todo, resultan también insuficientes.
El 80 por ciento de estas personas son hombres, en su mayoría de entre 35 y 50 años. En la última década además, provenientes de la Europa del Este.
MÁS ALLÁ DE LAS ESTADÍSTICAS
Sólo dos de cada diez son mujeres, “quizá porque somos peor tratadas y resistimos peor la inmundicia humana”, explica Luisa Sendón, 50 años, desde adolescente en la calle. Actualmente vive en una caseta de obra en las afueras de Pontevedra, al lado del río, con 6 perros y varios gatos y una historia que, lejos de servirle de excusa, le otorga dignidad, entereza y tranquilidad. Ella aglutina el objetivo de dos reivindicaciones. Además de las habituales de los sin techo, las que se han coreado también esta misma semana en el Día Internacional contra la violencia de género.
“No soy una víctima”, dice serena, contando su vida: “A los 14 buscaba indirectamente el suicidio por culpa de mi padre, que era un maltratador físico y psíquico. A los 16 ya estaba enganchada a las anfetaminas. De hecho tuve que dejar el bachiller un año para curarme. Acabé COU, pero me hice alcohólica. Después de superarlo, a los 22, empecé diseño publicitario de artes y oficios en A Coruña. El director decía grandes cosas de mí e incluso me recomendó para trabajar en una gran empresa gallega. El caso es que cuando llamaron a mi casa para ofrecerme el trabajo, yo estaba colgada de la heroína. Fue mi manera de responder a la violación y asesinato de mi novia de entonces. Después estuve literalmente vagando por Madrid durante 10 años como yonqui”. Ahora lleva los últimos 11 con un tratamiento de metadona, ya a punto de terminar, “que voy a concluir para poder marcharme. Quiero irme limpia y empezar de cero en otro lado”.
La aspiración de Luisa es dar rienda suelta a su genialidad, su imaginación, su arte, como ella misma comenta: “Mis manos nunca pararon, exceptuando mi temporada de yonqui. Necesito crear y trabajar, pero no puedo tener ni un mísero taller”. Y explica la parte que de obligada y elegida tiene su situación: “Me encantaría tener una casa de aldea donde vivir y trabajar con mis animales. Son mi única familia. Aunque me condicionen en cierta manera, es mayor el amor y la satisfacción que me procuran. Pero con la pensión que tengo y sin trabajo, no se puede hacer nada”.
Además, Luisa ha de enfrentarse a algo con lo que no contaba, “una de mis luchas ahora es aplacar la ira que a veces me domina, pese a que la rechazo con toda mi alma. Es perjudicial y dañina para mí, pero hay ocasiones en las que puede dominar a cualquiera”. Esta sensación proviene de lo que ella define “como la bajeza humana que rodea a la gente que es diferente, que se comporta de otra manera distinta a lo establecido. Yo soy consciente de que mi vida no es lo que un ciudadano normal está acostumbrado a ver, aunque no creo que sea tan grave querer vivir a mi manera”. Con ello Luisa describe las dos tensiones actuales de su vida, divididas entre la satisfacción de la ayuda que recibe de algunos vecinos y el rechazo activo de otros.
“He soportado de todo, pero no puedo con la bajeza moral. Me han cedido una finca y he podido habilitar una caseta de obra. Es mi hogar a pesar de todo y supone un avance tras una chabola y después una tienda de campaña durante años. Y eso que la humedad es insoportable y el río cuando crece inunda todo, lo que me obliga a buscar refugio para mi y mis animales en casas abandonadas. Me encuentro gente que me ayuda, me anima y comprende. O incluso respeta sin entender. Pero son los menos. De hecho, en cuanto pueda me iré en busca de un pueblo en recuperación donde me admitan. Me pesa el acoso, la persecución. No tengo agua y tengo que ir al río a lavarme, lo que es el centro de las burlas, gritos e improperios de algunos empleados de una nave industrial que hay aquí al lado. Me envenenaron intencionadamente a varios perros y no dejan de poner trampas en la finca para matar a los gatos. Me han robado lo poco que tengo en muchas ocasiones y me han insultado o pegado por el mero hecho de no responder a lo que se supone que debo hacer a mi edad”.
Después de flirtear con el sida (“me chuté de todo, compartí jeringuillas ”), superar varias adicciones, estudiar por su cuenta, crear y cultivarse (la interminable selección de libros que se puede constatar ha leído), Luisa sólo aspira a cumplir con su mayor proclama: “Que me dejen vivir a mi manera”.
Víctor Sariego