15 horas entre votos y votantes

Vivir unos comicios desde una mesa electoral es una de las experiencias más curiosas, intensas y desgastantes que una persona puede experimentar a lo largo de su vida. Lo bueno es que cuando la china le toca a un periodista, este puede retratarlo en modo subjetivo para todos sus lectores.

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Desidia. Pereza. Desgana. Pesadez mental. Negatividad. Mal humor. Todas estas sensaciones las cargaba en la mochila de mis pensamientos a pocos minutos de recibir una de las cartas procedentes de la administración pública que más tenemos los españoles (incluso más que cuando te toca pagar a Hacienda): la que contiene la citación a la mesa electoral.

 

Hay gente que, por el contrario, la toma entre sus manos con ilusión por conocer los entresijos de las votaciones y del escrutinio o a la que esos 63,20€ de generosa aportación por dietas (lo de pasarte 15 horas de un domingo caluroso sentado en una silla de escuela lo considera el Gobierno un firme acto de responsabilidad democrática ciudadana) les viene estupendamente. No era mi caso, pero tuve que armarme de valor y hacerme a la idea de que, sí o sí, mi participación como primer vocal en el 26-J era un hecho.

 

8 a.m. Llegué a mi colegio electoral (que me hace mucha gracia eso de mezclar infancia y política en un mismo espacio) con la cara lavada, pero con la sensación de seguir teniendo legañas en los ojos del tremendo sueño que me invadía. Arreglado de manera medianamente formal, acorde al contexto. Para mi asombro, todo el mundo iba vestido como si estuviera a punto de irse a la playa: pack chanchas + camiseta barriguera + bermudas coloridas. Primera sorpresa del día. La más liviana.

 

8.30 a.m. Tras la salida espantada, presos de la alegría y del alivio, de los suplentes que se habían librado de ocupar el puesto del presidente y de los vocales que habíamos cumplido con nuestra presencia obligada bajo pena de algo (no se llega a saber si de multa o de prisión, según los más tremebundos, pero acongojaba faltar), pasamos a confeccionar el acta de constitución de la mesa electoral.

 

Es curioso cómo tres personas que no querían estar ahí como nosotros, con cara de no haber repasado apenas el manual de las mil explicaciones mal planteadas, teníamos que asumir la responsabilidad de gestionar las votaciones de cientos de personas y el escrutinio con minuciosa precisión de unas papeletas, trabajo del que iba a depender que lo que hubieran elegido los electores fuera realmente lo que se materializase pocas horas después en triunfo y fracaso de algunos partidos políticos a nivel nacional. Pero, bueno, poco a poco ibas viendo que el proceso de trabajo no era tan complicado y que la ayuda del representante de la administración lo agilizaba todo bastante. Qué menos.

 

9 a.m. en adelante. Con el pertinente “empieza la votación” del presidente de cada mesa, un aluvión de personas comenzó a llegar con atuendo de playa/piscina, dispuestas a cumplir con su derecho como ciudadanos antes de desentenderse al sol hasta los nervios del cierre de urnas. Yo tachaba nombres, mi compañera vocal los apuntaba en una lista y el primer cargo de la mesa daba permiso para que cada voto entrara por las ranuras transparentes. Todo muy organizado, a pesar de tener la nariz de los interventores y de los apoderados en el cogote cada media hora para comprobar cómo iba la afluencia de votantes y de que, de tanto en tanto, se produjeran momentos de tensión por desaparición de papeletas de la cabina y del soporte en abierto que las contiene fuera del aula principal.

 

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La coalición de las izquierdas estaba al quite de cada imprevisto que pudiera afectar a su resultado; el representante de Ciudadanos se daba un garbeo de vez en cuando por la zona para husmear; la del Partido Popular criticaba a las espaldas de todos sus opositores a la espera de cazar visualmente presas objeto de queja cual ave rapiña, y la del PSOE trataba de cumplir el papel conciliador entre todos. Esta era la situación que se repetía de forma gradual durante once horas, excepto los largos lapsos de tiempo en los que los interventores desaparecían para descansar de su duro trabajo (los integrantes de la mesa contamos cada uno de los 45 minutos que tuvimos por turnos para poder comer antes de regresar a nuestro puesto).

 

7.45 p.m. El 50% de las personas decidió una hora antes de que acabara la jornada de votación que, tras el día de ocio soleado, era el mejor momento para acudir a las urnas. Así funcionamos siempre los españoles, todo a última hora. En fin.

 

8 p.m. en adelante. Cuando se cerraron las puertas del colegio, el recuento de votos emitidos por correo o desde el extranjero y las pertinentes firmas de las listas habían sido efectuados y parecía que el sopor de todo el día casi había llegado a su clausura, recordamos que no, que aún quedaba lo peor: el escrutinio. Espalda baldada, ojos rojos, mente cansada y llena de números, contamos cada uno de los sobres, cada uno de los votos al Congreso y al Senado con la ayuda de los interesados interventores, entre frases de apoyo y alguna otra un poco más chirriante como la pronunciada continuamente por la representante del PP cada vez que salía una papeleta a favor de PACMA: “otro de los animalitos”.

 

Tras recontar y recontar se hicieron las 11 de la noche y, al final, todo cuadraba, cada firma protocolaria estaba hecha y solo quedaba entregar sobres con los resultados y demás requerimientos al trabajador de Correos y al juez de Paz. Nuestra labor estaba cumplida. Al fin podíamos huir, regresar a casa y pasar la patata caliente electoral a los próximos elegidos de dentro de cuatro años. Si no es en unos meses. Que ya parece que no.


 

@casas_castro

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