Sal

Por David Barreiro, escritor y periodista

Uno de los mayores placeres que aporta la lectura es saber que el libro que tienes entre manos es mucho más que veinte centímetros de alto, catorce de ancho, tres de grosor. Sabemos dónde terminará el libro una vez que lo leamos: en una triste segunda fila de la estantería, en casa de algún amigo que lo toma como propio, en una librería de viejo, en una hoguera, quizás.

Pero, ¿dónde termina la obra? ¿Cuándo nos deshacemos de esas palabras que hemos leído (para nosotros, para ella) en la sala de estar, tumbados sobre la cama, de viaje a ningún lugar? Las palabras de los libros permanecen siempre, por más que olvidemos la trama, el conflicto, la introducción/nudo/desenlace. Las palabras se quedan en nuestro interior y, con el tiempo, (como la piel, como las viejas fotografías) se agrietan, se quiebran y dejan al albur del tiempo y los recuerdos letras que se convierten en imágenes que evocaremos muchos años después (una noche llenos de nada, una mañana con todo –y ya no es todo, es solo algo, es un poco, es nada otra vez- por delante).

Sal, de Manuel García Rubio (Lengua de Trapo, 2008) es una novela que permanece más allá de su prosa cuidada, su estructura compleja, su incólume esqueleto, su humor hilado. Es un libro que te cobija, te abriga, te recoge. Sal nos descubre a un autor que mira y escucha, que ve y oye, que siente.
Sal se queda dentro.

¡Sal! y entra en Sal.

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