Veo horrorizado cómo los cuerpos de cientos de jóvenes palestinos (¿terroristas?) caen como muñecos de trapo y se esparcen malheridos sobre los áridos campos de Judea, en una lucha desigual contra un gigante que tiene casi todo menos corazón. Piedras contra balas. Gritos contra obuses. Libertad contra represión. Vida contra muerte.
A pocos kilómetros de aquella pelea desigual, el invasor recibe a sus invitados sobre alfombras de paño y tafetanes de seda, insensible al olor de la sangre y a la música guerrera que trae el viento. Goliat regresó con ganas de devorar carne quemada y entrañas de libertad. Goliat tiene ahora el pelo blanco y el miedo agazapado en el estómago, aunque ellos, los gigantes, no saben que el miedo se esconde bajo las cadenas de un mortífero Merkava, que derriba casas, vomita fuego y asesina sonrisas.
El cielo escupe bombas de gas y rosquillas de acero, pero las miradas de aquellos adolescentes se mantienen más allá del mar, donde la Libertad es una dama que viste de blanco, grita a los sordos, a los ciegos y a los indiferentes; a ellos les dice que la solidaridad no es una palabra desnuda, sino el fuego encendido que calienta a los que más lo necesitan.
Palestina es una tierra golpeada pero su corazón bombea vida y en sus raíces germina una esperanza que nunca muere. Aunque su voz se rompa por el disparo certero de un francotirador, aunque una bomba arrase cien casas, el cielo de Gaza y Cisjordania seguirá destilando estrellas y un mar plateado llevará olas de luna llena y barcos de libertad. Palestina somos todos y ningún gigante puede matar su alma.
José Manuel García-Otero