Nada más agradable que el olor a croissant recién hecho cuando entras en cualquier cafetería por el Eixample barcelonés. O pasear, calle Balmes abajo, cuando el sol te regala los últimos chispazos de luz en pleno otoño. O ver el mar con los ojos del almirante Colón cuando la noche y la luna tiñen de plata sus olas. Yo respiro a pura vida, como en casa.
La de mediodías de risas, cervezas, cocidos y fideos que pasé en el Café Gijón, en pleno corazón de Madrid. O caminando mientras sorteaba el frío castellano y con el olor de los churros en las mañanas de la plaza Callao.
La de veces que caminé por la parte vieja de Donostia enganchado a sus bares y al perfume del mar más aristocrático de Europa. Y cómo sintió mi corazón los latidos de la amistad servida a destajo, toda llena de sonrisas y abrazos.
La de risas y paellas que eché con mi gente valenciana bañado a fuego y mediterráneo, sin más pasaporte que una mano tendida al viento y las blancas velas de un alma libertaria.
Yo me sentí en casa en tantos lugares que ya no sé cuál es mi casa. Al final llegue a la conclusión de que mi casa, mi país, mi gente, es la que me abraza y tiende su mano, aquel corazón que me sonríe, los ojos que tanto me dicen, dibujan destellos en bronce y no hacen falta banderas. Ni palabras.
José Manuel García-Otero