Cuando hablas quieres que el mundo se pare, que no vuelen los pájaros y el viento deje de soplar. Pero tú no escuchas. Cuando te hablan eres una estatua de bronce que ahuyenta a los niños con tu mirada de hielo. Tu corazón es un iceberg gigante que hundió al Titanic y derrama mariposas de acero.
Vives contigo y paseas por una calle donde no hay esquinas y nadie te avasalla. La soledad te aprieta las manos y una risa muerta aplaude tus acciones. Eres soldado de ti mismo, centurión sin espadas, maniquí que brindas con silencio la llegada del otoño y luego esperas que la lluvia borre las huellas que dejaron los peregrinos.
Nadie te habla de amor porque solo conoces los destellos de las luces de neón de tu oficina y las miradas compradas de un alcahuete; tus palabras disparan fuego y exterminan los campos donde brota una flor que llaman Alegría y la lealtad es un pan que todos comen en la misma mesa.
Eres un lobo solitario que en Wall Street comulgas y en Zurich dictas jaculatorias de uranio; tu mano va vestida de negro y escribes con pulso firme odas a un Hitler sin banderas y una canción de cuna al hijo de Merlín. Pero no sabes que en un jardín muerto siempre hay una flor que vive y un rayo de luz rompe cien muros. Tampoco sabes que una gota de agua es un mar que sigue vivo y un día dibujará una estrella en el desierto. Y tú la verás de lejos, no la tocarás. No sabes. No conoces. Nadie te habla de amor.
José Manuel García-Otero