Aquella primavera del 99 la guerra en Yugoslavia se coló como una serpiente traviesa en las rendijas de nuestras vidas. Slobodan Milosevic, presidente de Serbia, comunista, megalómano y manipulador, dio rienda suelta a su delirio de una Gran Serbia, un bloque capaz de imponer, por la razón de los cañonazos, criterios imperialistas a sus vecinos. Milosevic encendió la mecha y Estados Unidos y sus serviles aliados, no dudaron un segundo en sofocar las llamas imperialistas del balcánico a base de missiles de largo alcance y bloqueo comercial.
De aquellos días recuerdo una manifestación de deportistas yugoslavos en las puertas de la embajada de Estados Unidos en Madrid. Recuerdo a Pedja Mijatovic (el goleador de la séptima madridista) embutido en la bandera tricolor yugoslava y gafas negras tapando sus ojos rojos por tanta lágrima que derramó; también recuerdo al baloncestista Sasha Djordjevic, con una gorra de beisbol cubriendo su privilegiado cráneo, gritar desaforado en cuatro idiomas. Y yo vi los rostros de aquellos hombretones crispados por la indignación. Ellos se acordaban de sus paisanos pero por encima de todo se acordaban de sus familias. Personas como tú y yo, que nunca hicieron daño a nadie, temblando de miedo al escuchar el sonido tremendo de las bombas y el tableteo histérico de las baterías antiaéreas.
El director de MARCA me autorizó el viaje como autorizan los padres a sus hijos comprar un billete a la Luna. Manolo Saucedo sabía que esos días Milosevic echó un pulso a Occidente y decretó la expulsión a todos los periodistas de la Europa hostil, solo dejó al “amigo” de la CNN, como notario de los acontecimientos. Me movilicé bien y la fortuna hizo el resto. Con la valiosa colaboración de Vera, la esposa de Radomir Antic, logré un visado imposible, que me proporcionó el embajador de Yugoslavia en Grecia, amigo de la familia Antic.
Entré por el paso fronterizo de Horgos, que une Hungría con Yugoslavia, en una furgoneta volfswagen de color crema, con abolladuras en las puertas y los cristales llenos de barro. Éramos siete pasajeros. Mis compañeros me miraban como si fuera un extraterrestre. Dentro del coche olía a sudor fermentado, galleta rancia y a gasolina. Nadie hablaba. El conductor, de nombre Marko, rubio, con bigote tipo Charles Bronson, era hincha del Partizan y fanático de Bruce Springteen.
Cuando llegué a la frontera yugoslava tuve la sensación de que mis ilusiones caerían destripadas como un castillo de arena a los pies de un niño. Los guardias me llevaron a un cuarto, me desnudaron, revisaron mi equipaje como si cada cremallera de mi bolsa encerrase el mayor secreto del mundo, me lanzaron decenas de preguntas y todo se circunscribió al final a dos: ¿Qué hace usted aquí? ¿Por qué viene ahora cuando todos se van? Mi respuesta fue una: “Soy periodista”. Eso dio pie a réplicas: “Los periodistas europeos mienten, todos sois unos mentirosos, usted es español como Solana (entonces secretario general de la OTAN), ¿qué le hemos hecho los yugoslavos a los españoles?”. Uno de los suboficiales abrió mi portátil y dentro del mismo apareció un sobre amarillo con fotos. Lo abrió y observé que al tipo se le iluminaron los ojos. Llamó al oficial y la hostilidad de éste desapareció al momento. Estaba viendo fotografías en las que este periodista aparecía con Antic, con Pantic, con Mijatovic, y otros deportistas yugoslavos. ¿Son amigos suyos?, me preguntó con una sonrisa jovial. Sí, claro, le dije. Vístase, espere un momento y le deseo un buen viaje. Y si puede, apostilló el oficial sin desaparecer su sonrisa, le dice a Solana que es un hijo de mala madre.
Tardamos cuatro horas en recorrer poco más de 200 kilómetros. La mitad de los pasajeros se quedaron en Novi Sad, la capital industrial de Serbia, cuyo hermoso puente sobre el Danubio dormía destrozado en dos mitades. Varias de las fábricas olían a humo de crematorio por culpa de los bombardeos.
Llegué a Belgrado anocheciendo. El paisaje me resultó curioso: los escaparates de los comercios reforzados para evitar que el cimbreo de las bombas estallasen las lunetas, noté la presencia policial en las calles, pero la capital serbia seguía con su aire de romanticismo decadente, los cafés humeando tabaco y desprendiendo fútbol, literatura y sonrisas, los novios paseando bajo una capota de nubes y los coches baqueteando nervios e impaciencia.
Al día siguiente almorcé con Tomic, antiguo futbolista del Oviedo, visité al padre de Paunovic, merendé los deliciosos pasteles que hizo la madre de Djordjevic y cené con mis amigos Sole Soskic y Nebojsa Parausic, periodistas como yo, con los que compartí risas y un aluvión de las mejores energías.
El estruendo bastardo y metálico de una explosión me arrojó de la cama al suelo en plena madrugada. Las alarmas de los coches saltaron, ladraban los perros enloquecidos. Las baterías antiaéreas centelleaban el cielo como aguijones gigantes, a centenares de metros sonaban las sirenas de los bomberos. Ardía un edificio no muy lejos de mi hotel. Mi corazón se agitaba con tanta fuerza que pensé que se escapaba de la camiseta. No pegué ojo en toda la noche. Me enteré al día siguiente que la explosión que me arrojó al suelo se debió a que un missil dio en pleno corazón de la televisión yugoslava. Belgrado amaneció bajo una capota gris plomo. Abajo me esperaban mis amigos. Desayuné con ellos. Sonreían. Hablaban del Partizan. Pensé en la locura de los hombres pero no dije nada.