Las historias y los personajes de la literatura cobran vida, no sólo en la imaginación de los lectores, también a través de los largometrajes. El cine ha trasladado unas veces con más acierto que otras- grandes obras a la gran pantalla. El filólogo y periodista David Felipe Arranz reflexiona en su libro “Sueños de tinta y celuloide” (Madrid, Líneas Paralelas, 2015) sobre los mecanismos que conectan de manera íntima la literatura, el séptimo arte y el espectador.
¿Se puede ser un gran director de cine si no se es un devorador de libros?
Se puede, pero no se debe. En general, cine y literatura van unidos, porque aquel es consecuencia de ésta, su evolución natural: de Charles Dickens a David W. Griffith pasando por el teatro. Pero hay cineastas muy iletrados a los que los libros les dan alergia. Afortunadamente, no hay cineasta grande sin su canon literario, sin sus favoritos, sin su Shakespeare, Melville, Dostoievski. Las imágenes de lo leído emergen aquí y allí y las grandes películas están trufadas de poderosas metáforas que crearon los narradores y poetas. Diría que la de los escritores y los cineastas, más allá de los disgustos y trifulcas personales, es una pareja feliz.
Una imagen vale más que mil palabras, se suele decir. ¿Qué fotograma cumple, a su juicio, con esta máxima popular?
Si hay que ponerse ortodoxos, le diría que King Kong (1933) y el fotograma del gigantesco mono en la cúpula del edificio Empire State sujetando con delicadeza mientras agoniza a la actriz Ann (Fay Wray), de la que está enamorado profundamente, por la que abandona su isla de confort y por la que muere tiroteado por los aviones biplanos. Es la metáfora de la indiferente bella y la emotiva bestia: una metáfora imperecedera del amor y de su fracaso, la crueldad de una pasión no correspondida narrada en bellísimas imágenes. Luego Peter Jackson en 2005 hizo lo que pudo, pero nada que ver… Es una velada adaptación del cuento de Charles Perrault que Edgar Wallace lanzó a la RKO una de las grandes compañías cinematográficas de Hollywood- y que escribieron James Ashmore Creelman y Ruth Rose.
Usted apoya la idea de visionar las películas más de una vez. ¿Qué película no se cansa nunca de ver?
El hombre que pudo reinar (1975) es una maravilla a la que vuelvo una y otra vez para saber que estoy haciendo las cosas bien y que hay que sacar pecho ante la adversidad y reírse de ella en su cara, aunque las cosas acaben muchas veces
de aquella manera. Es una película sobre la importancia de las personas por encima de las cosas, porque estos hombres tuvieron un reino a sus pies y lo perdieron todo, salvo su dignidad y su profunda amistad.
“El libro me gustó más”. ¿Por qué se escucha a menudo esa frase al salir de los cines?
Porque el cine simplifica el libro por un problema de tiempo. Hay grandes apuestas de cineastas europeos y rusos por hacer coincidir el tiempo de la novela con el tiempo de exhibición del celuloide, pero son excepciones y pocas personas pueden resistirlo. Lo normal es que el cineasta se plantee desde el principio reducir el drama o la novela, aunque merece la pena ser fiel a los planteamientos de los dramaturgos: demuestra que las tablas son muy cinematográficas y el germen del cine. Pero creo que se puede leer Rojo y negro de Stendhal y ver después la película de Claude Autant-Lara, sin temor a perderse uno absolutamente nada. O ver primero esa joya que es Esmeralda, la zíngara (1939) y luego leer la novela de Víctor Hugo y saber de verdad el espantoso final que tuvieron la gitana y el campanero jorobado y que el cine no se atrevió a contar.
¿Cuál sería la actitud ideal al abandonar la sala?
Al salir del cine lo que sugiero hacer es hablar sin parar de la película tomando una cerveza o un gin-tonic, e imaginar otros finales, otros repartos, otros directores al frente de esa adaptación literaria, comentar con los amigos qué otras películas se relacionan con ella. A veces te das cuenta de que necesitas una grabadora o un cuaderno de notas para recoger toda la riqueza que genera simplemente el visionado de un largometraje con los amigos que aman el cine: es una sensación única. ¡Y la de libros y novelas que salen también en esa conversación! La última experiencia que tuve en este sentido fue con Viaje a Sils Maria, de Olivier Assayas, cineasta bergmaniano. ¡Acabamos a las cinco de la mañana hablando de Bergman, de Persona y de La más fuerte (1988), de Strindberg!
El film El nombre de la rosa recibió buenas críticas hasta del propio Umberto Eco autor de la novela-, según recoge usted mismo. ¿Cuál es la clave para que el papel y el audiovisual se retroalimenten?
La clave está en el guion, en una mente brillante que traslade el texto, y en la sabia puesta en escena del director, nada más. Jean-Jacques Annaud estaba en su apogeo cuando rodó El nombre de la rosa y jamás logró alcanzar cimas tan altas. O La caída del imperio romano (1964), de Anthony Mann, para la que el guionista Philip Yordan leyó los dos tomos de César y Cristo, de Will Durant, el tercer volumen de su monumental Historia de la civilización, y cuya segunda versión filmó Ridley Scott en Gladiator. Ahí se juntan el ensayo histórico cuasi novelado de los años 50, el director de westerns y después el cineasta inglés que nos ha dado lo mejor de la ciencia ficción: su Blade Runner es un hito incuestionable, otra cosa diferente a ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick. Con un equipo prodigioso, se hacen maravillas con la literatura.
¿Qué textos cinematográficos han sabido, de hecho, mejorar a su predecesor en papel?
La jungla de asfalto, de John Huston, es una película que no me canso de ver. Parte de una novelita de W.R. Burnett y la sublima. Lo mismo podría decirse de La dama de Shanghai o Sed de mal, de Orson Welles, gran lector del género negro, que reforzaba, reinventaba y elevaba el género a la categoría de obra maestra: esto ya no se hace. A veces sucede, por un curioso mecanismo psicológico, que las secuencias del cine negro, por ejemplo, se ensamblas solas en nuestra imaginación, y en una escena podemos ver secuencias de películas distintas e incluso soñarlas de otra manera, construyendo nosotros también nuestro guion.
¿Y eso es cosa de adultos o de niños?
Ocurre mucho en la infancia: en mi caso, “montaba” de forma original, por ejemplo, 2001: una odisea del espacio (1968) y Star Trek, la película (1979) y salía un largometraje loquísimo, pero muy curioso, porque el estilo de Stanley Kubrick y Robert Wise me parecía que tenían rasgos comunes, toda vez que aquella increíble y vanguardista película influyó en esta última, más estándar.
El cine estimula mucho la imaginación del niño y no creo en las películas para adultos vetadas a los niños, salvo las que muestren violencia extrema o sexo explícito. Yo me las vi todas desde que tenía cuatro, cinco años y recuerdo escenas enteras que me ayudaron a entender el ser humano, cosas que ni tus padres ni el colegio eran capaces de explicarte: y Howard Hawks, Kurosawa, Berlanga o Basilio Martín Patino lo hacían.
Parece evidente y aceptado que el cine tiene un poder de influencia social abrumador. ¿De qué manera puede explicar quiénes somos?
Tenemos que caer en la cuenta de los efectos que el cine produce en nosotros, cómo nos ilumina y nos ayuda a comprendernos. El cine plantea una hipótesis de nuestra existencia, una visión del mundo vista desde la ventana de una gran pantalla. Y eso conlleva una tonalidad de enfoque ético, un cierto perfeccionismo moral. El cine nos ayuda a ser mejores personas, la intensidad de su experiencia interacciona con nuestra mente, libera y estimula nuestra imaginación y nos contemplamos en sus personajes.
También ayuda, por tanto, a comprender el mundo.
Reivindico el pensamiento del cine, y de éste en relación con la literatura y con el mundo. El celuloide nos ayuda a construir nuestra propia gramática de los afectos, es tutor y amigo y es generosa compañía. Nunca te falla ni te traiciona. La aventura intelectual y literaria emprendida por Elizabeth Taylor La senda de los elefantes, Ava Gardner La noche de la iguana, Eleanor Parker Cuando ruge la marabunta y Grace Kelly Mogambo y Fuego verde en esas películas concretas y con esa feminidad arrolladora, pasional y aventurera, siempre nos recuerda que Emerson y Thoreau y tantos románticos tenían razón.
¿Tiene importancia el acompañante que se sienta en la butaca de al lado?
El cine es un hecho social. No es lo mismo ir a ver un largometraje de Godard o Birdman de González Iñárritu con alguien a quien el cine no le importe demasiado que con una persona con la que puedas hablar con sinceridad de la condición humana y conocer su punto de vista y llegar a un entendimiento. ¿Se suicidó o no el protagonista? ¿Verdaderamente lo veían volar por las calles de Nueva York? Podéis estar horas hablando de la película y te das cuenta después de que estáis hablando de vosotros.
Conversaciones de cine, de amor
Ambos tienen mucho que ver. El cine, como nos cuenta Cinema Paradiso en una secuencia con un Jacques Perrin en la sala frente a la pantalla, ya mayor, y que no puedo ver sin que se me sigan humedeciendo los ojos, también nos enseñó a besar.
Laura Bellver