Me niego a matar a un ruiseñor

Ya he seleccionado los libros a los que les hincaré el diente en las vacaciones. Generalmente son libros que he comprado a lo largo del año y que he pospuesto su lectura. También selecciono un par de títulos para releer, normalmente porque el autor o la obra se ha vuelto a cruzar en mi camino por alguna razón. La relectura siempre tiene algo de tiempo recobrado, con permiso de mi admirado Marcel Proust.

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Este año, para las tres semanas de agosto  en las que pienso olvidarme en la medida de lo posible de los quehaceres y precupaciones laborales, he seleccionado El impostor, de Javier Cercas; la nueva edición de Chavales del arroyo, de Pier Paolo Pasolini; El far de Londstrup. Assaig sobre la memòria moral dels espais, de Antoni Martí Monterde, y  Les sabates i altres poemes, de Isabel Robles.   Como relectura he elegido Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, una novela sobre el fin de la infancia que descubrí antes en el cine que en el libro.  

 

He echado a la maleta este clásico de la literatura norteamericana contemporánea porque quiero reencontrarme con ese paradigma de la justicia que es Atticus Finch, aunque también me atrae volver a emocionarme con Scout y su hermano Jem, el repelente niño Dill y el deficiente “Boo” Radley. Ya os contaré en otoño si lo he conseguido.  

 

La elección de Matar a un ruiseñor tiene mucho de coyuntural, pero más de freudiano. Estos días se ha publicado con bombo y platillo la segunda novela de Harper Lee en cincuenta años, Ven y pon un centinela, en la que la autora retoma y desmitifica algunos personajes de su primer y famosísimo libro.  Por ello he decidido no acercarme a esta nueva novela, y no solo porque haya leído críticas no muy satisfactorias, sino porque no quiero matar a  Atticus,  un personaje lleno de valores, entero por los cuatro costados, prototipo de la equidad. No quiero que me enturbien la imagen que tengo de él, más cuando he leído en alguna reseña que en esta segunda novela Harper Lee lo convierte en todo un antagonista de lo que fue. Una putada para miles de lectores que amamos a Atticus.

 

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Tendría unos diez años cuando vi la película Matar a un ruiseñor en el cine de mi infancia, el valenciano cine Xerea. La película me impresionó tanto que aún hoy  me emociono cuando vuelvo a ver la secuencia en la que Scout y Jem van recogiendo los objetos que les deja Boo Radley en un árbol o la de la vuelta a casa a través del bosque tenebroso con Scout disfrazada de jamón de Virginia. Creo que estas secuencias están muy bien, pero puestos a sincerarme lo que verdaderamente me sigue fascinando es Gregory Peck interpretando a Atticus. En realidad no sé si era Atticus o Gregory Peck el paradigma del padre. La verdad es que desde que vi Matar a un ruiseñor solo me imagino a Gregory Peck. Cuando leí el libro unos años más tarde en aquella edición de tapa dura del Círculo de Lectores la imagen del actor se imponía a las letras.  Es la fuerza que tienen las imágenes visuales sobre las textuales.

 

Me obstino en no leer el nuevo libro de Harper Lee porque ni quiero matar a Atticus ni quiero matar a Gregory Peck ni mucho menos quiero matar al padre. Inconscientemente me niego a utilizar la sangrienta metáfora freudiana para explicar el paso a la edad adulta. Quiero permanecer en la memoria de mi infancia, en mi memoria de cine de barrio. Por eso  me refugiaré este verano en la lectura de  Matar a un ruiseñor y seguiré negándome a leer Ven y pon un centinela. En el fondo, hasta leyendo libros y viendo películas somos carne de diván.  ¡Qué le vamos a hacer! Y que conste que lo mismo que me pasa a mí le pasa a cientos de personas. Libros, cultura y psicoanálisis, un buen trío de ases. Pero yo sigo en mis trece  y me niego a matar un ruiseñor. Claro que me niego. Me quedo en la memoria. Mi memoria.


@manologild

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