Antonio lleva varios días flotando. Le da patadas a cualquier papel y cabecea a la luna. Se cree Iniesta. La camiseta roja, después de casi tres días pegada a su piel, apesta; pero ese sudor casi sólido le gustaría guardarlo para siempre en un tapervué, porque le alejó durante muchas horas de una realidad que le muerde las entrañas.
Antonio se quedó toda la tarde en el sillón, los ojos clavados en eltelevisor y vio extasiado a esos jóvenes dioses de rojo en Madrid saltarjubilosos, entre vítores de una multitud rojigualda que rompía sus manos y susgargantas. Los ojos de Antonio rezumaban alegría y orgullo. Veía tan cercanos aesos hombres 10, tan de carne y hueso, que sentía rubor al ver cómodesafinaban, cómo brincaban sobre el entarimado, cómo se decían cuchufletas;también se preguntaba conteniendo una risa nerviosa cómo esos artistas con elbalón en el pie, los mejores del mundo, podían ser tan patosos y lengua detrapo a la hora de decirles a la gente lo bien que se sentían, la de títulos ybatallas que pensaban ganar para España, España, España
A eso de las tres de la mañana, el televisor seguía derramando alegrías yburbujas de la Selección, y la imagen de Reina, ese portero showman, gritandobondades de sus compañeros como un vendedor fenicio lo hubiera hecho con susjarrones. Antonio se arrojó sobre el camastro y volvió a la nube de sueños: unaamalgama de cosas y hechos tan deshilachados que hieren.
A las nueve, el ruido de una rotaflex de la obra de un local sonabademasiado cercano. Antonio sorbía café y concentró su vida sobre la taza. Uncoche pitó a una transeúnte despistada. Un perro ladró a lo lejos. Encendió laradio y de aquel aparatito grasiento salieron voces metálicas, que le pusieronel corazón del tamaño de una aceituna. Hablaban de reformas, de tiemposdifíciles, de apretarse el cinturón, de mercados que exigen, de deudas, deparo, de veranos calientes, de primaveras lejanas
Y él ahí, delante del fregadero, lavando su taza y arreglando su mundo.Apagó la radio. Miró por la ventana y un sol picante le abofeteó el rostro; unajoven mamá paseaba el bebé y husmeaba el escaparate vacío de lo que hasta haceunas semanas había sido una esplendorosa tienda de muebles de cocina y hoy unmustio local con un cartelón fluorescente, anunciando su condena: “Sevende”.
–La tienda está como yo, que nadie nos compra.
Antonio se vistió y salió a la calle desafiando el calor viscoso que hacíaa esa hora de la mañana. Miró en silencio al horizonte de calles y antenas, ala marabunta de coches y a los semáforos. La gente esa mañana de sol demoledorseguía de resaca de buen humor futbolero. Alguna bandera rojigualda seguíaatrapada en los balcones. Una televisión dijo que ardía Valencia y mucha gentecorría. También hablaba la radio de tiempos duros. ¿Alguna vez hubo tiemposblandos? Sonó “Paquito Chocolatero” en el bar de la esquina. España.Dos comadres miraron a Antonio, que parecía caminar pisando nubes. Sonreía. Lascomadres hicieron un gesto desaprobatorio, pero él seguía en otro mundo;sonreía en soledad: se relamía recordando el gol de David Silva.
David Barreiro