Luka Kolobe Kanda. Cuarenta y dos kilómetros corriendo en 2 horas, 8 minutos y 14 segundos. Laura Iglesias. La misma distancia en un tiempo de 6 horas, 6 minutos y 46 segundos, casi cuatro horas después. Son el primero y la última del Maratón de Valencia, el más multitudinario de sus treinta y dos años de historia y que va ocupando una plaza cada vez más selecta en el calendario europeo. En medio de ambos, otros 7.779 atletas alcanzaron la gloria -personal y deportiva- de cruzar una llegada mítica como la que distingue a esta prueba trufada de historia mitológica y olímpica y que se convierte en todo un reto para todo aquél que un día tiene el punto de locura de enfrentarse a la distancia más seductora -y cada vez más asequible- del atletismo.
Y entre esos casi 8.000 protagonistas por un día en una ciudad reservada por y para estos valientes del asfalto se generan otras tantas miles de historias, todas diferentes. Desde los africanos que pugnan por la victoria con un ritmo atroz e infernal por debajo de los tres minutos el kilómetro hasta los corredores más populares y anónimos que sólo avanzan sin cronómetros con la imagen del arco de meta sobre el estanque del siempre imponente Museo Príncipe Felipe de Valencia. Una amalgama de sensaciones encontradas y similares en casi todos los casos. Un maratón no es una prueba cualquiera. El que afirme en la meta que no ha sufrido seguro que falta a la verdad. Es una distancia exigente, agonística e incluso cruel. El cuerpo se expone a todo tipo de agresiones. Un corazón bombeando horas y horas a más de 170 pulsaciones por minuto y un ametrallamiento infinito sobre las articulaciones y la musculatura. Una tortura física, pero no muy lejana de la mental, la gran arma de los maratonianos o aspirantes a serlo. Desde el kilómetro 30 hasta el 42 -el manido muro que siempre, siempre, aparece-, el cerebro toma el poder de los atletas que mueven ya su organismo por una inercia a veces desconocida e imparable. Un auténtico mano a mano de altura entre cuerpo y mente. Un duelo íntimo que lucha por la fusión final.
Pero el maratón no empezó el pasado domingo a las 9 de la mañana -no por la salida errónea de los favoritos- sino con el arranque de un proyecto que suele encenderse cuatro o cinco meses antes del día D. Un maratoniano bien entrenado se habrá puesto las zapatillas cuatro o cinco veces a la semana durante ese lapso de tiempo, en solitario, en grupo, con calor, con frío, con viento, bajo la lluvia, sufriendo los golpes de las lesiones y los desfallecimientos, probando su forma en carreras previas de 10 kilómetros, algún medio maratón y los temidos “largos” de tres horas o 30 kilómetros sin pausa, dependiendo del nivel de cada uno. Dos semanas antes, los deberes tienen que estar concluidos y sólo queda mantenerse hasta la fecha señalada. La vigilia inacabable.
Y así se presentaron los más de 8.000 participantes en el puente del Palau de les Arts, con el sol como invitado de lujo a pesar de la previsión de lluvia. Cada uno con su objetivo, con su marca a batir, muchos con su primer dorsal en este estadio urbano y plano de 42 kilómetros. Algunos no pudieron conseguirlo -estar en la salida ya tiene mérito-, pero una inmensa mayoría sí. Esta semana muchos, sobre todos los noveles, son los más felices de su mundo, contando y sintiendo que han sido capaces de doblegar a los poco más de 42 kilómetros. Algunos más avezados quizás no están tan dichosos por no poder superar su tiempo. Otros sí. Pero todos tienen algo en común. La gran recompensa. Han culminado una aventura prodigiosa, única e inexplicable que sólo se entiende cuando se atraviesa esa línea a la que le han dado tantas y tantas vueltas en su cabeza en los pretéritos meses. Una explosión de sensaciones de todo tipo. Un virus que queda inoculado con una fuerza a prueba de la vacuna más poderosa. Es el diagnóstico del “finisher”. No falla.
Adrián Cordellat