La luna es de Esplá, que yo lo vi

Por Carlos Bueno, escritor y periodista

Poco a poco el albero se fue quedando limpio de gente y de almohadillas. Tras el espectáculo muchos entusiastas habían saltado a la arena para pisar el ruedo mágico y sentirse especiales, pretendiendo percibir algo parecido a lo que experimentan los toreros. Pronto se formaron corrillos de amigos que cambiaban impresiones sobre la corrida. Unos jóvenes explicaban a sus novias curiosidades de la plaza. Un par de niños pequeños lanceaban al viento sus almohadillas mientras soñaban instantes de gloria como los que acababan de presenciar. El servicio de limpieza se afanaba en dejar el tendido impecable. Y yo deseaba quedarme sólo.

Al fin, el murmullo que ocasionaban aficionados y trabajadores dejó paso al silencio. El coso se quedó vacío, y la luz se apagó. A esas horas Luis Francisco Esplá ya estaría en el hotel fundiéndose en abrazos con los suyos. Yo, sin embargo, permanecía en la plaza, con la tenue visibilidad que el horario de verano permite pasadas las nueve y media. Era lo que andaba buscando, una intimidad semiclandestina que potenciara mis sentidos.

¡Qué sola se queda la plaza cuando se acaba la Fiesta! Suspiré; y olí. ¿A qué huele la arena de Alicante tras la despedida de Esplá? A Mediterráneo, a flores, a mujer guapa vestida y perfumada para la ocasión, al romero del Castillo de Santa Bárbara, a la espuma de mar que aparece tras los arabescos que forman las olas antes de amansarse en la orilla. Si la luz, la alegría, el color y el cariño tuviesen un olor, ese sería el del albero de Alicante después del adiós del maestro.

Anochecía a marchas forzadas, y mi soledad y yo continuábamos sentados en la misma localidad desde la que momentos antes habíamos aplaudido a rabiar una de las puertas grandes más merecidas de la historia de la tauromaquia. Nada importaba que Esplá no hubiese cortado las dos orejas preceptivas. No, no importaba que un presidente ignorante hubiera desatendido una petición mayoritaria y clamorosa de oreja, porque el intento de robarle protagonismo al verdadero protagonista sólo sirvió para que la salida a hombros fuese más espontánea, más auténtica, más de verdad. Era el reconocimiento a una trayectoria, no a una tarde. A Esplá ya no le hacían falta orejas. Se acababa de cortar la coleta. Ya no necesitaba triunfos para buscar más contratos. Y eso no pareció entenderlo el cacique del palco. ¡Qué triste querer ser un déspota y que te salga el tiro por la culata!

Domingo Navarro y Paco Senda, los hombres de su cuadrilla, izaron al maestro mientras los aficionados ovacionaban el gesto. En volandas iba una vida que se parió torera hace cincuenta y dos años. En volandas iban treinta y cuatro temporadas de alternativa. En volandas iba, incuestionablemente, parte de la historia de la tauromaquia. En volandas se marchaba una manera de entender el toreo distinta a la que impera en los últimos tiempos y que, quizá, no tenga repuesto.

La torería añeja que era consustancial a Esplá y que en él fluía natural, a otro le quedaría postiza. Su forma de vestir, su manera de andar, su constante comunicación con el toro y con el tendido, su atención a la lidia, su respeto por las tradiciones, su coherencia, su dignidad, su sentido del espectáculo, su seriedad de fondo, su alegría, su diálogo, su afán por mejorar la Fiesta… Todo eso junto y revuelto se alejaba con Esplá después de una tarde cargada de emociones. A un lado quedaban todos sus récords lidiando divisas duras, anunciándose en Las Ventas, clavando banderillas, triunfando en la práctica totalidad de los cosos que pisó. Las estadísticas poco importaban en día tan señalado.

Él estaba allí para cumplir con la palabra dada. Su intención era haberse retirado antes, pero aguantó hasta llevar a cabo su promesa: darle la alternativa a su hijo. Con él llegó a la plaza y junto a él salió en hombros. Paquito Esplá, el patriarca, se esforzaba por contener las lágrimas desde su localidad. Junto a él la cuarta generación de la familia torera, con apenas dos meses de vida el nieto de Luis Francisco perdía su mirada tras la Puerta Grande sin saber lo que estaba contemplando.

La noche acabó por cubrir completamente el coso de Alicante. Aparté la vista del ruedo y la alcé al cielo para descubrir que la luna se había sumado a la despedida de un grande; una luna azulada, como el reverso del capote de Esplá. Y mi soledad y yo emprendimos el camino de vuelta a casa convencidos de que, de alguna manera, habíamos quedado huérfanos.

Arantxa Carceller

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