Cuba IV. A Santiago, la cuna del son

Llegada a Santiago del periodista Javier Montes en su aventura cubana

La carretera de Santa Lucía a Las Tunas es peor que un camino de cabras. El asfalto es como un queso gruyere difícil de transitar hasta para un todoterreno (un turismo estaría obligado a dar la vuelta). Vemos un arco iris perfecto, nos sorprende una manta de lluvia delante de nuestras narices cuando circulamos por un tramo completamente seco. El viaje se nos acaba haciendo eterno y llegamos ya de noche y ante la atenta mirada de una luna impresionante a Santiago de Cuba.

Localizamos la casa de Francisco Pita, el contacto que nos habían dado en Trinidad pero llegamos tan tarde que nuestra habitación ya la han realquilado. Se ofrece a buscarnos otra a una cuadra (manzana para los cubanos) y aceptamos. Además quedamos para cenar en su casa. Otra vez langosta, otra vez camarones… La casa de Mijail nos defrauda, estamos rotos. Compartimos sobremesa con unas catalanas que están haciendo un viaje similar al nuestro y vamos al sobre. Hoy no toca alcohol.
Madrugamos y vamos a ver a Pita. Anoche nos prometió buscarnos un alojamiento mejor. Subido en nuestro coche nos confiesa el grave estado de salud de su mujer. Nos deja en casa de una médico, un lugar fantástico en pleno centro de Santiago. Dejamos las maletas y empezamos a conocer una ciudad bulliciosa, animada, llena de rampas. Revolucionaria.

Entramos en el cuartel Moncada, origen de la Revolución ahora convertido en museo (ninguno en Cuba merece la pena). Pateamos el entorno del parque Céspedes, el museo del ron, el puerto, el mirador de Diego Velázquez y nos tomamos unos mojitos en la terraza del ático del hotel Casagranda. Desde aquí hay unas vistas espectaculares a toda la ciudad, con la Sierra Maestra al fondo. Acabamos cenando en el mesón Don Antonio, recomendado por Jorge y María, y vamos a los Dos Abuelos, una especie de casa de la trova que no nos convence. Entramos en la sede de una peña, junto al edificio Bacardí. Conocemos al director de la misma, Rabames Belén, que me habla de Marta Rojas, una periodista del Granma con la que coincidí en Gijón apenas ocho días antes de ir a Cuba. Entablamos conversación con unas santiagueras que nos arrastran a la Casa de la Música. Cervezas y lío. Cierran y cerramos plagados de incertidumbres.

Desayunamos en la terraza de la habitación, logramos pactar ampliar el alquiler del coche hasta el domingo, sacamos dinero y nos despedimos de Santiago. Nuestra última visita es el Castillo del Morro, una espectacular fortaleza del siglo XVIII que convirtió en inexpugnable la hasta entonces siempre asaltada Ciudad de Santiago de Cuba.
Enclavada en la entrada de la estrecha bocana de una enorme bahía, en el mar Caribe, el castillo se levantó a petición de los gobernadores españoles de la ciudad. Francamente bien conservado, ofrece unas vistas espectaculares. La visita puede durar tres horas.
Volvemos al coche. Por delante tenemos una kilometrada hasta Ciego de Ávila, una ciudad situada en el centro de la isla, pero logramos dejarla atrás y llegar a Sancti Spiritus a escasos 70 kilómetros de Trinidad y también en el interior de Cuba.

Nos alojamos en un hostal de 1818. La antigua casa de un médico. Tal vez la mejor habitación de hotel en la que yo haya dormido; muebles antiguos, techos perdidos a más de ocho metros, todo cuidado muy colonial… Cenamos en el restaurante más afamado de la ciudad y hacemos sobremesa con tres catalanas (otras diferentes) que me ponen los dientes largos hablando de Cayo Guillermo y Cayo Coco. Acompañamos las últimas horas del día con unas cervezas compradas en El Rápido, la cadena 24 horas de Cuba, en la terraza del hotel. ¿A dónde vamos mañana?

Alberto Tallón

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