Historias de domingo en el mercadillo más castizo de Madrid
Un sol tibio de otoño parecido al de invierno marca los primeros latidos de un domingo más en el Rastro de Madrid, el mercadillo más castizo de la capital, el que más solera presenta y donde es fácil encontrar esa pieza que ya no se fabrica, el libro que “yo nunca te presté”, el cromo difícil de la colección o la prenda con la que vacilar el finde que viene. Turistas, rateros, comerciantes, policías, familias, vividores, negociantes, regateadores, timadores, observadores o jubilados se reúnen cada domingo, en permanente reciclaje, desde Embajadores hasta la plaza de Cascorro, entre la Puerta de Toledo y la de Tirso de Molina, por la calle de Carlos Arniches o por la de Ribera de Curtidores, de arriba abajo, de abajo arriba, como panal de comercio que late a pesar de la recesión con la necesidad de fondo.
Embajadores. Plaza del Campillo del Mundo Nuevo. “Me dicen el que buscan y yo les digo si lo hay, por cuántos cromos se lo cambio o cuánto dinero les cuesta”. Maxi cambia y vende cromos de la colección más popular de la liga española de fútbol. Como otros muchos, coloca una mesa de camping en esta plaza, frecuentada por padres e hijos que madrugan los domingos con una lista de números y de nombres en la mano para cambiar cromos, o comprarlos si no queda más remedio. El más difícil es imposible ganárselo sin dar unos euros a cambio: “Esta temporada es el fichaje número 20, Masoud Shojaei, de Osasuna; puede costar entre 15 y 20 euros”, explica Maxi mientras se afana en colocar los archivadores que ha dispuesto sobre la mesa que comparte con Óscar, experto intercambiador de cartas Magic, auténticas joyas de mercado cuyo precio, en función de la tirada de la que procedan, puede oscilar entre 10 ó 20 euros. Tanto Maxi como Óscar aseguran que para conseguir los cromos y las cartas más difíciles “tienes que estar pendiente de las tiradas, tener amigos dentro que te avisen y comprar cajas según te vas enterando de las nuevas ediciones”. Conforme avanza la mañana, la gente forma espontáneamente en el centro de la plaza lo que se denomina bollo de intercambio de cromos. “Es para mi nieto, si consigo estos poquitos que le faltan se pondrá muy contento”, se escucha entre el bullicio de las estampas cambiadas.
Calle Carlos Arniches. Un relojero artesano se afana en arreglar el mecanismo de un abuelo que no quiere “que por nada del mundo” su reloj de pedida deje de funcionar mientras iniciamos el ascenso por una de las calles laterales donde se asientan numerosos negocios especializados en artículos de camping, montaña y acampada y tascas en las que el bocata de jamón y el de calamares son habituales acompañantes de la clásica caña “bien tirada”. Tuercas usadas, herramientas de bricolaje, ropa de segunda mano, reparaciones de ollas a presión, cafeteras y otros aperos de la cocina más clásica y de manitas que aterrizan en el Rastro para comprar o curiosear entre las piezas que dejaron de fabricarse o las que necesitan a imagen y semejanza de las que tienen en casa. “Busco un pomo para una de las puertas de casa, a ver si tengo suerte porque tiene muchos años y en las ferreterías ya no lo venden”, expone Matías mientras la gente le pide paso, en el Rastro es difícil pararse sin que a uno le empujen o le den un codazo.
El marketing de la Ribera de Curtidores. La arteria principal del Rastro, la que lleva al visitante desde Embajadores hacia la plaza de Cascorro, o viceversa, imprime una velocidad de crucero lenta, al paso de la masa, que permite ver los puestos, detenerse en los que más interesan y rescatar al vuelo conversaciones basadas en fórmulas de venta, en el marketing particular del Rastro: “¡Vamos hombre!, ¿le estás regateando a la mujer por algo que vale 2 euros?”, “vendo bufandas a dos euros, para el regalo de reyes, para él y para ella”, “el último domingo que vendemos a tres por dos, aprovéchense”
Zapatos, bolsos, camisetas, chapas, cinturones, cazadoras, cualquier complemento se encuentra en esta cuesta, salpicada de artistas urbanos que sacan sus instrumentos a pasear los domingos, chulapos turísticos que venden barquillos, captadores de los negocios que quedan escondidos tras los puestos y carteristas que acechan siempre bolsos abiertos, bolsillos descuidados y aprovechan confusiones creadas por cómplices necesarios.
Plaza de Cascorro. “El año pasado me dejaron pagar el 5, pero si lo han cambiado no habrá problema”. Antonia lleva casi 20 años en el Rastro, su puesto de complementos se ubica en la plaza de Cascorro y por él paga 246 euros al año (dos metros). Una pareja de agentes le acaba de pedir la documentación y ha comprobado que aún no ha abonado la tasa. Ha conseguido disuadirles porque defiende que otros años se la han cobrado más tarde. Aún así, se ve obligada a descolgar unos abanicos y unos bolsos que, según la policía, podían suponer un peligro para los paseantes. Refunfuña un poco pero cumple con la petición y retira los objetos mientras nos dice que “los que más notamos la crisis somos los que estamos y trabajamos en la calle, que dependemos de la gente que, como tiene menos dinero, vendemos mucho menos, pero qué le vamos a hacer, ya cambiará la cosa”. A pocos metros de ella se ubica el puesto de Félix, especializado en vender carteles de corridas de toros con el nombre del interesado, faena que lleva más de 30 años haciendo, “desde que una vez se me ocurrió empezar en los Sanfermines; tengo mucho éxito con los turistas”, reconoce mientras dos de sus amigos se entremezclan entre el reguero de gente para captar clientes.
“Está la gente robando, me acaban de entregar una cartera; la gente se para a verles y les roban las carteras, por favor, no se pongan aquí”. Otros dos agentes invitan de esta manera a una pareja de abuelos disfrazados de sevillana y de torero que se han sentado en un banco de la plaza para que les echen monedas, aunque la policía ha comprobado que es una forma de entretener a las presas de los carteristas para que éstos acometan mejor su trabajo. Cinco minutos después de irse la policía, la pareja improvisada de artistas ya ha ocupado de nuevo el lugar prohibido. No muy lejos de allí, y de nuevo la misma pareja de agentes, requiere a uno de los ocupantes del margen derecho de puestos, de origen anglosajón, para traducir sus indicaciones a dos turistas inglesas; “¡qué currado, tío!”, le dicen una vez que acomete con éxito el favor solicitado.
Así es el Rastro, un mercadillo construido cada domingo a partir de las anécdotas de los que lo alimentan hasta conservar la tradición.
Óscar Delgado