La canasta

Verano de 1986 en un pueblo cualquiera de la meseta, hoy mermado por la emigración urbana, ayer con voces infantiles sonando todo el año en sus calles sin adoquinar, algunas con planchas de hormigón, otras delimitadas por rieras de piedra natural, embarradas al ritmo del transitar ganadero. De invitada, una canasta.

[Img #24420]
La población, que en invierno no alcanza siquiera los 200 habitantes, se incrementa un trescientos por cien en la época estival; hijos de los hijos de los antepasados de los que heredaron los apellidos que hoy convierten a todos en primos lejanos, cercanos y postizos. Uno de los que se fue y siempre regresa es Herminio, residente en Madrid desde finales de los 60, cabeza visible de una familia numerosa, con dos hijos y dos hijas. Estas vacaciones quería darle una sorpresa al mayor por su cumpleaños y encargó una canasta con las medidas reglamentarias, tablero incluido, al artesano herrero del pueblo, quien la tiene lista desde hace unos días.

 

El regalo es un éxito. Carlos, que así se llama el primogénito, lo recibe con la cara del que sabe valorar un acierto. Jugador de baloncesto en las categorías inferiores de su colegio, se pregunta, sin embargo, dónde colgará un balumbo similar. Su padre, que ha pensado en todo, llama a la puerta de la casa contigua a la de la abuela de la criatura y se abraza con la persona que abre al compás de dos “bien y tú” que no han venido precedidos de la pertinente pregunta de “¿qué tal estás”, se da por hecha. Ezequiel lo tiene todo preparado. En el otro lado de su vivienda, coincidiendo con la esquina de la manzana, se abre una pequeña plazoleta presidida por la fachada principal de la casa, de donde cuelgan dos tachuelas coincidentes con los ganchos incrustados en la trasera del tablón de la canasta.

 

Miles de ’21’, ‘Osos’, ‘3 contra 3’ y otros partidos inacabales consumen el mes de agosto más popular de un pueblo sin más infraestructuras y servicios hasta la fecha que un bar y un patatal con dos porterías oxidadas por el desuso cómplice de la mirada de las vacas y de los rebaños que pastan junto a los penaltis fallados hace una década. La canasta se convierte, pues, en el principal atractivo del barrio alto, al que llegan incluso las caras que siempre jugaban al escondite en las paredes del cementerio, al otro extremo del pueblo.

Al extinguirse el mes vacacional, la canasta se guarda bajo llave en la panera, las maletas en el maletero y la tristeza de los lugareños en la rutina de sus quehaceres agrarios los 335 días restantes.


@os_delgado

Javier Montes

Deja un comentario

Your email address will not be published.

*

cinco × cuatro =

Lo último en "Giros"

pérdida

Pérdida

La ausencia de alguien que quieres es un dolor que quema tan
Subir