Decadencia con música de fado

La capital de Portugal es magia, belleza, encanto, sinceridad y declive. Pero un declive maravilloso, que engancha, que invita a viajar solo y a recorrer cada rincón de su envidiable ubicación junto al Tajo.

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Plantearse un viaje solo nunca es fácil. Sobre todo, cuando eres virgen en la materia o iba a ser acompañado en un principio. Pero es una idea que nunca se debe rechazar, al menos sin barajar las ventajas.

 

  • Te encuentras contigo mismo. Y no solo en el plano más romántico del concepto, sino también en el intelectual. Tienes más tiempo para recuperar lecturas aparcadas por falta de horas, para poner los cinco sentidos en no perderte nada sin depender de la voluntad de otras personas (o, lo que es lo mismo, puedes hacer lo que te dé la gana) y aprendes más del mundo porque te paras a escucharlo y a verlo. También te ayuda a dar ese cambio radical en tu vida personal o laboral, que temías realizar, porque cuentas con largos ratos para meditar.

 

  • Conoces a muchas más personas y mejoras tus habilidades sociales. Sea por iniciativa propia o por supervivencia, te sientes abierto a charlar en cualquier rincón de una ciudad con cualquiera que se te cruce, aunque solo sea para preguntarle por una calle o para saber si también viaja solo.

 

  • Perfeccionas tu capacidad de improvisación. ¿Qué te has hecho un estricto plan de visitas para cada día del viaje y de repente se te cruzan los cables y quieres tirar a la basura el ‘papel del control’ y hacer algo totalmente distinto? No pasa nada, solo hazlo. Nadie se va a enfadar por ello. Y creces. Creces mucho gracias a una cantidad ingente de experiencias que seguramente no esperabas vivir.

 

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Viajar solo, de hecho, está bastante de moda y yo no quise perder la oportunidad de sentir esa sensación de ligereza en mi maleta y en mi mente. Lisboa fue el destino escogido. Casi volé con lo puesto porque no había facturado mi equipaje (ignorancia de pensar que cumpliría con las exigencias del de mano) y me perdí un par de veces en la interminable caminata por la terminal. Pero al final llegué a la ciudad.

 

Fuera de la fea imagen que aporta el que algunos lugareños te ofrezcan hachís en cada esquina, la mezcla de historia, edificios emblemáticos y decadencia es sublime. A las pocas horas me vi respirando bohemia en el Bairro Alto de Pessoa en un restaurante pequeño y discreto con una copa de vino blanco y un cantante de fado desgarrándome las entrañas desde su silla vieja de madera con su sentida y melancólica voz acompañada de una afinada guitarra portuguesa.

 

En pocos días noté el cansancio incrustado en mis piernas tras andar lo que no está escrito para recorrerme de cabo a rabo la ciudad. Eso no tuvo relevancia, porque me permitió conocer enclaves tan míticos como la Plaça do Comércio, la más importante de Lisboa, construida donde estuvo situado el palacio real antes de ser destruido por el gran terremoto de 1755 que asoló la ciudad y que mira al Tajo desde unas vistas imponentes. También el encantador Bairro de Alfama, el más antiguo y que permite visualizar todo el poder paisajístico de la capital portuguesa desde los miradores de Portas do Sol y de Santa Luzia. En él, un castillo muy imponente, el de San Jorge, y otros monumentos impresionantes como la catedral, la Iglesia de Santo Estevao y la de San Vicente de Fora.

 

Sintra y Belém, pueblos con magia y encanto

Pero toda la belleza de la región de Lisboa no se queda en su ciudad. Hay dos pueblos que me robaron el corazón y que dan buena cuenta de la versatilidad de sus enclaves. Por un lado, Sintra, una villa de ensueño que resguarda tres lugares impresionantes: Castelo dos Mouros, Palacio da Pena y Quinta da Regaleira. En este último punto me perdí. Literalmente. Y con mucho gusto.

 

Un palacio clasificado Patrimonio Mundial por la Unesco que recoge lujosos jardines, lagos, grutas y edificios enigmáticos en sus alrededores de cuatro hectáreas. Lugares que, a su vez, esconden significados relacionados con la alquimia, la masonería, los templarios y la rosacruz. Vamos, una gozada para un friki del misterio como yo.

 

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Por otro, Santa Maria de Belém, una freguesia del concelho de Lisboa de ambiente ribereño, plagado de museos, parques y dos de las construcciones más interesantes: el Mosteiro dos Jerónimos, de estilo manuelino y que conmemoraba el afortunado regreso de la India de Vasco de Gama, y la Torre de Belém, edificio de influencias islámicas y orientales que sirvió en el pasado como centro de recaudación de impuestos para poder entrar a la ciudad, armería y prisión.

 

En estos párrafos resumo yo lo que supuso Lisboa para mí. Un viaje mágico y en solitario del que no me hubiera llevado tanto si hubiera ido acompañado. Ahora me alegro. Puede que repita la experiencia.


@casas_castro

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