No hay nada que quede por decir de Lisboa, al menos nada nuevo que decore la belleza de la capital portuguesa; una ciudad impregnada de solera, de decadencia, de una tarjeta de memoria lo suficientemente amplia de capacidad como para devolver al que la visita a épocas de descubridores, al siglo XIX, al XX, a dos décadas atrás y al futuro.
Porque Lisboa es ahora, fue ayer y será siempre. Cientos de cuestas de incertidumbre se agarran a los gemelos y a las tibias de quienes encienden su espíritu aventurero para coronarlas; largos, becos, calçadas, praças y ruas asaltan los ojos del turista, convertido en espectador privilegiado de antepasados con aliento, de rincones temáticos recreados por artistas multirraciales, de artesanos de la palabra, de limpiabotas, de plastificadores de documentos sin fecha de caducidad, de cambiadores de estampas, de mendigos sabios sin pan, de pícaros revestidos de modernidad, de vendedores de mentiras falsas, de expertos en la venta al menudeo, de golosos, del todo se puede vender si se vende en las calles de Lisboa.
Cuando el cansancio, las ampollas o los calambres piden paso, se presenta la ocasión propicia para subirse a uno de esos tranvías amarillos y blancos protagonistas de tantos viajes de ida y vuelta por tres siglos de miradas, gestos, abrazos y besos. El 28 es el mítico, el viajero entre el Barrio Alto y Chiado; pero el 12 revolotea como testigo sostenido la vida en Alfama, ese barrio retorcido, coronado por el castillo de San Jorge, faldeado por el estuario del Tajo, agrietado por el sollozo de fincas demolidas sin demoler, alimentado por el murmullo de fados de pasión turística, sostenido por la subvención del tiempo, salpicado de historia en la Sé, San Vicente da Fora y Santa Engracia, fotografiado, maquillado, dejado, azulejado. Azulejos representativos de épocas de riqueza, de años de miseria, de la imposibilidad de ser restaurados porque Lisboa es así, y mejor.
El ambiente en Lisboa pesa su experiencia en oro; contiene una energía que impregna al visitante hasta embaucarle. Ahora reflexiono a lo lejos y no es lo mismo, allí brotaban vibraciones al despertar, al pasear, al cervecear una tulipa de Sagres; desde la distancia sólo se presiente el olor a viejo, a agua dulce y salada, a especias, a pasteis, a electricidad, a grasa industrial, a ropa recién tendida, a barco, a corcho, a vida humana en la ciudad que ha sobrevivido al tiempo, al terremoto, al incendio y a mi visita. Las piernas están cansadas, aunque no tardarán en recuperar su status quo, ninguna mano surgirá ya del subsuelo para retornarlas al pasado.
Adrián Cordellat