Luminosa y alegre, la antigua capital del califato andalusí se yergue sobre la orilla del Guadalquivir, arteria de Andalucía
ÓSCAR BORNAY, Córdoba. La noche y el día obran el milagro de la luz en Córdoba. Bajo sus cielos infinitos, la silueta de la mezquita-catedral define uno de los perfiles urbanos más singulares de España, marcado por el lento fluir del Guadalquivir. Es este río en árabe Uad al Kabir, que significa “el río grande”-, la arteria central de Andalucía. Desde su nacimiento en la sierra de Cazorla hasta su desembocadura en Sanlúcar de Barrameda atraviesa de Este a Oeste los extensos olivares de Jaén y los campos de vides y cereales de Córdoba y Sevilla. Ha sido junto a él donde han crecido los mayores núcleos urbanos de Andalucía. En sus orillas se desarrolló Córdoba, primero capital de la provincia romana de la Bética, y con la llegada de los árabes en el año 711, cabecera de los dominios de al-Ándalus.
La larga historia de esta ciudad rinde homenaje a la figura de Abd al Rahman III, soberano bajo cuyo cetro Córdoba se convirtió en capital del Califato independiente en el año 929 y alcanzó su máximo esplendor. Así, se convirtió en una auténtica capital cultural y económica de Europa, llegó a tener más de 100.000 habitantes una cantidad nada desdeñable en el siglo X, cuando París apenas llegaba a la décima parte-, y sus calles ya contaban con un sistema de alumbrado público 700 años antes que Londres.
Un testimonio de la grandeza y la caída de los califas de Córdoba lo constituyen las imponentes ruinas de Madinat al Zahra, a unos 8 km del centro de la urbe. Una especie de palacio de Versalles del siglo X donde la pompa de la corte califal alcanzó niveles de refinamiento asombrosos. Las dimensiones del lugar dan una muestra de esta especie de “ciudad prohibida” del califato andalusí, pues se calcula en 112 hectáreas la extensión total de la ciudad palatina, de la que sólo se ha excavado una décima parte.
“Córdoba, lejana y sola”
“Córdoba lejana y sola”, como escribió Federico García Lorca, invita a pasear por su abigarrado casco histórico, por las callejuelas blancas de su judería, a descubrir sus innumerables patios interiores, refugios de humedad y frescor ante el inclemente sol del verano. Y planeando sobre la ciudad, el aura inconfundible de la gran mezquita omeya. La gran obra maestra del arte andalusí en España. Tal vez ningún otro monumento en Europa imponga tal sensación metafísica de eternidad.
En su interior aguarda al viajero un bosque de columnas y columnatas verdadero palmeral de piedra-, comenzado a construir en el S.VIII sobre los restos de una iglesia visigoda. Pero son el mihrab el nicho que señalaba a los fieles la orientación a La Meca-, y la maqsura el espacio adyacente que se le reservaba al califa-, los tesoros de este edificio, que tras la conquista cristiana en 1236 se consagró al rito católico. La esplendorosa catedral de la ciudad sería construida en parte de la mezquita como símbolo de victoria. Ya no se volvería a escuchar la llamada a la oración desde la torre-campanario.
La recuperación de este espacio para el culto islámico es una demanda recurrente de la comunidad musulmana local en los últimos años, pero la Iglesia cordobesa siempre ha mantenido sobre este tema una inflexible negativa para compartir el espacio. La oferta monumental de esta ciudad luminosa y alegre cuyo casco viejo fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1984-, no se entendería sin la fortaleza del Alcázar de los reyes cristianos, la plaza de la Corredera, la antigua sinagoga, el callejón de las flores, el palacio y los jardines del marqués de Viana, o la plaza y posada del Potro, donde Miguel de Cervantes situó algunos de sus relatos.
Perderse o dejarse perder- en Córdoba, puede ser un buen medio de hallar aquello que el viajero vino a buscar a esta ciudad. Pues para poder encontrar, a veces es necesario perderse.
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Arantxa Carceller