Adictos al terror

¿Qué tienen las películas de miedo que recaudan cifras astronómicas, a pesar de mantenernos aterrorizados sobre la butaca del cine? Hay mucho de cultural y de psicológico en la respuesta y 360 Grados Press ahonda en ello con las palomitas y la bebida al alcance de la mano.

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El de terror es el género cinematográfico con más adeptos en las salas de cine por delante del humor, el drama o el thriller. Aunque suena contradictorio, al público mayoritario le gusta disfrutar pasando miedo. De hecho, las películas más taquilleras de la historia (y también las más recordadas) giran en torno a algún personaje diabólico, monstruoso o perturbado que aterroriza a través de un hacha, una máscara o un leitmotiv siniestro.

 

Pero, ¿por qué nos gusta acudir a las salas de cine para pasar miedo? El reconocido cineasta catalán Sebastià D’Arbó, pionero en España del cine parapsicológico, asegura que experimentar terror “forma parte de nuestras vidas” y que nos sirve “para liberar las creencias atávicas, los miedos ancestrales que llevamos dentro de nuestra mente”. Este interés por aquello que nos aterra y a lo que a menudo no sabemos dar una explicación procede ya de tiempos inmemoriales, cuando el esoterismo formaba parte de la vida de millones de personas en todo el mundo. “Somos curiosos por naturaleza, necesitamos saber y conocer los misterios de nuestra propia existencia”, explica D’Arbó.

 

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En la butaca nos atrae “la angustia personificada por la interpretación de los actores, el miedo obtenido a través de la fotografía combinada con la iluminación y con la música apropiada”, según destaca el director de cine. Un cóctel de morbo, adrenalina y atrevimiento que nos hace abrir los ojos de par en par, aunque el acto reflejo inicial nos lleve a tratar infructuosamente de taparlos con las manos.

 

El miedo se convierte en placer o en sufrimiento según el espectador que lo experimente. Quienes obtienen lo primero tienen la capacidad de trivializar y de afrontar lo que contemplan, por lo que viven como una aventura, de la que saben que no saldrán perjudicados, la hipotética sensación de que lo que ven pueda llegar a ocurrirles. Por su parte, los segundos empatizan de tal manera que sienten que realmente están viviendo lo que perciben, creen que les puede ocurrir algo similar en la realidad o no están acostumbrados a lidiar con niveles altos de adrenalina. “El miedo provoca una excitación y una activación que te conectan con la experiencia de vida al sentir que podemos perderla”, explica el equipo de psicólogos y terapeutas Gestalt de Ara Psicólogos.

 

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Según este equipo profesional, el miedo aparece cuando, a nivel psicológico, detectamos una amenaza y la consecuencia es que nuestro cuerpo se prepara mediante el mecanismo de alarma: se activa el sistema nervioso y se produce un aumento en la presión arterial y en la coagulación sanguínea, un incremento de glucosa en sangre e incluso una intensificación en la actividad mental. De este modo, la sangre se va a los músculos, sobre todo a las piernas, para tener suficiente energía con la que reaccionar. El corazón se acelera y hormonas como la adrenalina recorren todo nuestro organismo, lo que provoca que huyamos o que ataquemos.

 

Pero, ¿qué nos lleva a formar parte del bando de los que trivializan y disfrutan o del de los sufridores que empatizan mucho más? La respuesta se encuentra en la educación. Criarnos en sociedad dentro de una cultura determinada predispone a que ciertos temas nos provoquen mayor o menor aprensión, como explica Ara Psicólogos. Un claro ejemplo sería la muerte y el sentimiento hacia los espíritus de los difuntos. No se vive de la misma manera un funeral en España que en Méjico: en el primero se llevará con respeto, seriedad y a modo de tabú, mientras que en el segundo será algo natural y motivo de celebración, ya que forma parte de su folklore y patrimonio turístico.  

 

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Por otro lado, desde el período de gestación, los padres y, con posterioridad, también los educadores, transmiten a los niños la propia vivencia del miedo, ya que forma parte de nuestro ser. “Un adulto no expone a un niño a su cargo a algo que él mismo teme, al contrario, de lo que tratamos es siempre de protegerlo”, apuntan los psicólogos.

 

A pesar de esta naturalidad implícita que forma parte de nuestra cultura y de nuestro ADN, desde Ara Psicólogos aconsejan evitar escenas sangrientas o con agresividad explícita en los niños hasta los diez u once años de edad. A partir de este momento, solo cuando claramente los padres denoten que el menor va madurando en su razonamiento y manera de afrontar las situaciones, podrán empezar a introducir este género cinematográfico de forma suave. En caso de que los pequeños no sean capaces de asimilarlo, es preferible esperar hasta cerca de los trece años o, incluso, más tarde.

 

Pero lo cierto es que, al contrario de lo que ha sucedido con géneros como el western o la fantasía, que han seguido una senda de éxito inestable a lo largo de las décadas, el terror se ha mantenido firme en las taquillas, ya fuera con el Nosferatu de F.W. Murnau, El exorcista de William Friedkin o la reciente Annabelle de John R. Leonetti. Una adicción a pasar miedo que nos mantiene anclados a la butaca y a mirar a pesar de no querer hacerlo. Cosas del cine. O de las palomitas, que nunca se sabe.

Marcos García

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