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De lejos escucho voces enzarzadas como de riña navajera, parece un tumulto de hombres confrontando sus manías y sus maneras de ver el mundo. A medida que me acerco, el ruido toma un cariz jubiloso y el alboroto se dispersa en pequeños grupos de Galileos y Copérnicos afanados en un conteo frenético de cifras: “¡Dos!”, chilla uno. “¡Set!”, le responde otro. “¡¡¡Sis!!!!”, objeta el primero, subido al bramido anterior. “¡¡¡¡Quaatreeee!!!!”, alarga solemne el segundo. Debajo del diálogo matemático, en una capa inferior de aire, a la altura del pecho, observo una danza de manos que se cruzan enloquecidas con todos los dedos activos, listos para salir disparados y volver encogidos al puño. “¡¡¡Set!!!”, grita un hombre nervioso con dos dedos firmes. “¡¡¡Cinc!!!” ataja su rival con el pulgar, el índice y el dedo medio desplegados. Ambas manos suman cinco. Gana el segundo. Sonríe. Celebra. Gira un poco a la derecha y se coloca frente a la pareja del jugador abatido. Vuelve a concentrarse. Dispara un “tres”. La morra no da tregua.
He venido a Sant Carles de La Ràpita, en las tierras húmedas del Delta del Ebro (Tarragona), para conocer una fiesta llamada Orígens que conmemora el patrimonio material e inmaterial de la localidad. Sus vecinos y vecinas visten ropas antiguas de labriegos y marineros, fajas y boinas caladas, faldas largas y vaporosas, telas favorecedoras a la cálida luz del Mediterráneo. Atravieso la calle principal, moteada de puestos de artesanía y decorada con útiles de pesca y labranza, hasta alcanzar un espacio polivalente y semiasfaltado que alberga una decena de juegos tradiciones, casi todos de madera. En medio del jaleo distingo a los jugadores de morra repartidos en partidas eliminatorias. 39 parejas, casi 80 personas. Son la atracción principal.
Mi primera impresión es de leve sarcasmo. No entiendo por qué ponen tanto esmero en adivinar la suma de sus dedos. Qué manera de gritar en cada punto. Qué manera de desgañitarse. No descifro la diversión de un ejercicio tan simplón y tan prosaico, pero me dejo llevar. Y voy entrando. Cada “quaaaatreeee” cantado como el premio gordo de los niños de San Ildefonso me mete un poco en el juego de estos aventajados del cálculo mental, y entonces empiezo a entender las reglas: el puño cerrado vale uno, el set al mejor de diez rondas se llama Coto, las dos manos abiertas se llama “Tots” o “Morra”. Veo ciertas estrategias y ciertos mecanismos de ataque y defensa. Empiezo a diferenciar a los buenos jugadores de los jugadores espectaculares que aullan un número cuando lo saben ganador. Veo a los tímidos cantando para sí mismos y a los extrovertidos entonando para todo Dios. Se forman corrillos como en una pelea de puños o en una pieza de microteatro y yo ya estoy tan dentro que calibro cómo importar la morra a mi ciudad.
Entonces me surgen muchas preguntas. ¿De dónde sale el folclórico espectáculo? Responde Rafa Balagué, autor del libro ‘Quina morra!: El joc d’estratègia per als nous pirates’: “Este campeonato en las fiestas patronales celebra su edición número 37. Desde la asociación Morrapita cogimos el juego hará unos 14 años, cuando el local típico donde se jugaba a la morra cerró. Nosotros siempre hemos jugado a la morra porque nuestros padres y nuestros abuelos, que en su mayoría trabajaban en el mar, dedicaban los descansos a jugar en las tabernas. De hecho llegamos a pensar que la morra se había inventado en La Ràpita, pero allá por 2008, con el acceso a internet, descubrimos que también se jugaba en Cerdeña. Entonces empezamos a tirar del hilo y descubrimos que se jugaba y se juega en todo el Mediterráneo, desde Cerdeña y Córcega hasta Eslovenia o Croacia”, explica Balagué.
Su rastro llega más lejos. Con su investigación genealógica descubrió que la morra caló en Egipto bajo el nombre de Atep, disciplina que aparece representada con jeroglíficos en un libro de juegos ancestrales. Este hallazgo permite inferir que la morra se ha venido utilizando a lo largo de los siglos para resolver disputas de toda índole, como sucedía en Cerdeña, donde los morreros eran pastores que se jugaban las piezas de ganado o las tierras de pasto. “Se utilizaba la morra en los trueques como se pueden utilizar los chinos, pero estos te dan tres opciones y en la morra hay hasta veintisiete posibles combinaciones”, dice Balagué y, por las dudas, matiza: “No estamos hablando de un juego de borrachos; la morra admite estrategias y exige cálculo mental e intuición, no es un simple juego de azar”.
El experto afirma que la disciplina está muy viva en todo el Mediterráneo y especialmente en La Ràpita, donde los centros de enseñanza la han introducido como actividad complementaria. “Los maestros de matemáticas valoran el aprendizaje de cálculo mental vinculado a la tradición, de modo que desde hace tres años damos breves talleres repartidos a lo largo del curso y en junio organizamos un campeonato infantil con niños de los colegios e institutos públicos. Son chavales de hasta 12 años, porque a partir de esa edad entendemos que ellos solos pueden buscarse pareja y venir a los campeonatos por sus propios medios. En el pueblo hay mucha cantera que quiere desbancar a sus mayores y no paran de salir parejas”.
La Ràpita es una gran potencia de la disciplina. De hecho acabo de conocer a uno de sus reyes. Se llama Edgar y no he sabido verle la corona. Hace un rato acudió a explicarme la mecánica del juego cuando intentaba desencriptarla junto a un amigo igualmente lego en la materia. Luego otro rapiteño ha señalado en dirección a Edgar y ha enunciado orgulloso, “mira, ese de ahí ganó un Mundial”. Ese de ahí no parece una estrella internacional del deporte, pero la morra no prejuzga a nadie y es generosa con quien se vuelca, como hace Edgar, que durante nuestro intercambio aprovechó para darme la llave del éxito oculta bajo una breve advertencia: “Cuidado, porque esto engancha mucho. Y cuanto más juegas, más engancha”. Y se largó al vicio.
Yo sigo saltando entre corrillos cuando a medio camino me aborda un joven jugador con ganas de introducirme en su tradición. El pueblo es todo morra y todo amor hacia los turistas. Este rapiteño cuenta que lleva meses practicando y que está lejos de los cracks. Casualmente he podido verle en plena faena, admiré como se dejaba el alma en cada punto, dando verdadero espectáculo. Era un Puyol de la morra: sin cintura pero con carisma y actitud. El chaval cuenta que tras una partida intensa se tira una semana sin poder hablar. También explica que cada sábado se juntan en el pabellón del pueblo y pasan la tarde echando morras y cervezas. “¿Qué vas a hacer si no?”, dice. Me pregunto cuántas soledades habrá curado esta ocupación.
En ese momento el anecdotario se ve interrumpido por una partida ciclónica entre dos jugadores locales y una pareja de novios corsos. Los gritos se oyen en Francia. Al margen de lo atronador, suena bonita la morra cuando se cruzan dos lenguas diferentes. El chico de Córcega canta números graves y agudos –agudísimos– mientras el público le concede la ovación de la tarde, ya casi noche. La chica mantiene el pulso a los jugadores locales y la partida se dilata trepidante creando un clima de final de Super Bowl. Faltan las pantallas y los perritos calientes. Finalmente ganan los rapiteños, pero da igual, es una partida amistosa ajena al torneo. Los cuatro se funden en múltiples abrazos. Ocurre siempre después de cualquier partida: por bronca que transcurra, hay abrazo final. El público les agradece la exhibición y se dispersa en busca de cena. Las semifinales y la final serán eventos minoritarios.
Mientras se disputa el tercer y cuarto puesto, ya en noche cerrada, conmigo completamente integrado en el paisaje, sentado en primera fila de público –solo queda esa fila–, descansa al lado un hombre enjuto y baqueteado que en escasa media hora ganará la gran final. Él no lo sabe, pero su compañero lo intuye, porque se acerca y le arenga y le dice lo bueno que es. Entonces este futuro ganador se orienta hacia mí y aclara que los rapiteños son los mejores morreros del estado español porque siguen un patrón. Buscan un número. “Supón que saco tres dedos y grito cinco”, dice, “ahí estoy buscando que mi rival saque dos dedos”. Y lo buscará insistentemente. Sacará cuatro y gritará seis. Sacará cinco y gritará siete. Sacará dos dedos y gritará “quaaatreeeee”. Ganará o perderá, pero seguirá el patrón. También me explica que todas las personas tenemos un número en la cabeza y que todas las personas recurrimos a ese número de manera intuitiva. Él siempre descubre cuál es.
La final arranca enfangada y termina con los ánimos templados; son más de las doce, llevan seis horas contando dedos, algunos quieren dormir y otros festejar. Mi sensei mata la partida. Celebra sutilmente. Agacha la cabeza y sonríe. Los cuatro se abrazan y desaparecen entre un bosque de gente que, desde hace mucho rato ya, ha dejado de prestarles atención.
Gran article. Gràcies per venir i transmetre de manera tan lírica un joc mil·lenari i tan present a la nostra cultura i tradició rapitenca. Els orígens son una festa per viure i gaudir.
Gracias a vosotros por ser tan acogedores.
También se juega en Aragón. En concreto en varias zonas de Teruel. La Sierra de Albarracín es una zona en la q éste juego tiebe muchisima tradición, aquí se celebra durante varios años un Campeonato Provincial al que acuden más de 100 parejas todos los años.