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- Es primero de año y nada cambia - 9 enero, 2019
Catalina era mujer de sangre caliente y mirada fija a los ojos. Pobre como un perro en una vigilia pero digna, buena esposa y mejor madre. Su marido tuvo que salir por piernas una noche, cuando un pariente le avisó que los falangistas iban a por él para llevarlo a las tapias del cementerio y asarle a tiros.
1936 fue el año del comienzo de la historia negra de España, la espoleta que abrió una herida que nunca dejó de sangrar. A partir de ese año, las personas escondieron su corazón y persiguieron sombras de veneno. El odio se hizo un hueco en el alma de las gentes y la sonrisa vistió ropaje de verdugo; bendijeron los cañones y los campos se regaron de cadáveres.
El marido se marchó con lo puesto aquella madrugada del verano de 1936 y Catalina se quedó en casa, al cuidado de sus cuatro hijos. Antes de romper el alba, aporrearon la puerta de su casa y Catalina, con el pequeño de nueve meses en brazos, descorrió el cerrojo. Un teniente y dos soldados preguntaron por el hombre de la casa y al ver que no estaba en ningún jergón, los militares se llevaron presa a Catalina.
Juzgaron a Catalina en un consejo de guerra dos días más tarde y fue condenada a muerte. No sabía leer ni escribir, aunque sí aprendió a firmar. La acusaron de maldecir a la guardia civil y de ir a manifestaciones.
Al tercer día, con la aurora despuntando, Catalina fue ejecutada. Recibió dos tiros en el pecho y el de la cabeza, el tiro de gracia, se lo descerrajó el teniente que la detuvo.
El cadáver de Catalina fue enterrado junto con varios fusilados en una fosa común, en las afueras del pueblo. Le echaron cal viva. Los restos de Catalina fueron encontrados en 2011 y supieron que era ella porque con sus huesos yacía el sonajero de aquel bebé de nueve meses que no dejaba de llorar y la mujer no sabía cómo distraerlo.