“Yo recuerdo perfectamente a la madre de Liberia Hernández agarrada a las rejas del patio preguntando por su hija. Cuando yo empecé a trabajar allí ya habían dado a Liberia en adopción, pero el resto de niñas me explicó que aquella mujer que iba a las rejas era su madre. Estuvo años yendo a la casa cuna a preguntar por su hija. No la abandonó. Sor Juana la despachaba diciéndole que se olvidara, que Liberia estaría mejor con las personas que estaba”.
Es un párrafo de un espeluznante testimonio extraído de las páginas de El País, en la serie que este periódico lleva realizando sobre el tráfico de niños que ha existido, y existe, en España. Es el testimonio de una ex monja, que ha decidido hablar demasiado tarde sobre el execrable negocio de la venta de niños, un negocio en el que han estado involucrados médicos, enfermeras, religiosos y profesionales sin escrúpulos, gente que ha dispuesto de la vida ajena y ha utilizado asquerosamente el nombre de Dios en beneficio propio.
Recuerdo en mi niñez a un cura salesiano, don José, que un día me breó a hostias por el mero hecho de no caerle bien. Ese don José hablaba maravillosamente subido al púlpito, una dicción perfecta, voz modulada, propia de actor de cine, hablaba a los feligreses y a los niños del internado de un Dios implacable con los pecadores, de un Dios justo. Todo eso lo decía don José, que antes había tratado mi cara de diez años como si fuera el saco de borras de un boxeador y me había puesto de rodillas, mirando a la pared, hasta las dos de la madrugada, en una húmeda y fría noche de invierno en Jerez. Ese don José, que hablaba de Dios, de su justicia, de su generosidad, de su inmensa bondad, mientras yo tenía el corazón arañado y la cara dolorida.
Yo no quiero decir que la Iglesia Católica y Romana sea toda entera como ese psicópata de don José que un año tuve la desgracia de toparme, o como aquella Sor Juana, que con su corazón de acero escupió mentiras sobre aquella desgraciada madre de Liberia, pero me gustaría que la ICR mirara un poquito atrás y rebuscara en su conciencia los archivos de los cientos, miles de casos, de curas y monjas, que hicieron de su capa un sayo y de la vida de los demás una tragedia.
Me gustaría que la jerarquía eclesiástica de España se acercara más al pueblo llano, fuera más sensible con el problema número uno de este país nuestro que es el paro y todas las consecuencias que el paro deriva. Esa lacra que una crisis monstruosa como la que padecemos conduce a esta España nuestra a pegar bandazos peligrosos, y es consecuencia directa de la distancia, más y más grande, entre los que tienen cada vez más y los que tienen cada vez menos.
Yo sé que existen curas y monjas que militan en el bando de los más débiles, que apoyan y ayudan a los más necesitados, que incluso dan su vida en su defensa, que hay organizaciones que luchan por endulzar el sombrío presente de los que no tienen nada. Pero también miro a la cúspide eclesiástica y, me perdonen, no dejo de acordarme de don José, y también veo a esa ex monja con graves problemas de conciencia. Pero, sobre todo, veo a esa madre agarrada a las rejas de la casa-cuna de Tenerife preguntando por su hija y la respuesta sin alma de Sor Juana: “Tu hija estará mejor con otras personas”. Y le quiero preguntar a Dios por ésta y por muchas más cosas. Me gustarían respuestas de corazón, con el corazón, que no me engañen con falsas jaculatorias, que no me mojen con agua bendita.
David Casas