Los norteamericanos son unos maestros en esto de franquiciar el entretenimiento y, por qué no, lo productos culturales. Porque vamos a ver, por mucho que se trate de una locura de merchandising para hacer caja, royalties y cosas similares, Jurassic Park es un producto cultural con todas las de la ley. En eso Steven Spielberg es un maestro y convierte en éxito, osea en dólares, todo lo que toca, aunque sea la cosa más aubsurda e imposible.
Cuando era una joven promesa que empezaba , nos hizo creer que existían los tiburones megagigantes dispuestos a zamparse a toda chica en biquini que se les cruzara por delante. Aún hoy, cada vez que el escualo de marras pega una dentellada a la bañista, la maquina registradora sigue sumando cantidades astronómicas. Click, click. Luego este chico con gafas nos hizo creer que contactar con los marcianos estaba al alcance de cualquier terrícola dispuesto a aporrear un teclado luminoso. Todos no, porque yo me autoexcluyo. Por mucho que lo desee jamás podría contactar con los marcianos con este método. Como muchos habitantes del planeta Tierra, mi virtuosismo musical no pasa de haber machacado de niño un pianito xilofón con el Jingle Bell: mi,mi,mi,mi,mi,mi,mi, sol, do, re, mi, fa, fa… Más tarde llegó ET y Spielberg nos conmovió con un ser más feo que Picio, y no porque lo contemplásemos bajo el prisma de lo que nos predicaba Erasmo de Rotterdam en su adagio Los silenos de Alcibiades, con aquello de que la belleza está en el interior. Lo de la belleza interior no lo tengo yo muy claro, porque el marciano horripilante de ojos azules sólo decía aquello de “mi casa”. Ah, y se llevaba una planta a su planeta. No recuerdo si era una kentia o una Cannabis sativa. Desde luego, un geranio no era.
Jurassic Park fue en el fondo más de lo mismo, aunque franquiciado: cuatro entregas y los ingresos que cuelgan por llaveritos, muñecos y camisetas varias. Por mucho que el negocio se parezca al de otras producciones cinematográficas, yo lo percibo como harina de otro costal. No es que me apasionen las historias saurias, pero hay en esta serie un punto de inflexión que me resulta interesante como fenómeno divulgativo y reflexivo. Todo empieza con una novela de Michael Crichton, un afamado escritor de best-sellers de esos que demuestran a las mil maravillas que la calidad literaria está reñida con las ventas. Este predicador del pseudoecologismo amable tuvo a bien resucitar los dinosaurios a través de un mosquito fósil conservado en ámbar que, mira por donde, permitió recuperar el genoma completo del Tyrannosaus Rex y toda su parentela. Un insecto digno del barquito y el mosquito que cantaba Miliki. Un macguffin, por llamarlo de alguna manera, que no puede ser más inverosímil. Completa la trama un abuelito bonachón parecido a Santa Claus y con más pasta que Rothschild capaz de crear un parque temático para mayor solaz de sus nietos en una isla pérdida digna del mejor King Kong. Aquí hace correr en libertad a unos cuantos dinosaurios para complicarles la vida a un grupo de científicos capitaneados por un pavo con síndrome de Indiana Jones y una rubia con cara de zampabollos a la que acaba trajinándose el primero, después de tener una experiencia de lo más viscosa con baba sauria.
Tras esta primera aventura vino una segunda y luego una tercera, pero ninguna de ellas dirigida por Spielberg, que a partir de entonces se reservó la producción ejecutiva el muy pillín. Cuando ya lo teníamos olvidado todo nos llega Jurassic World con los calores estivales, también sin el bueno de Steven y con la misma fórmula de las anteriores, aunque corregida y aumentada. Hollywood ha echado tan bien el ojo que la película ha entrado en el Guinness World Records por haber sido el film que ha recaudado 500.000 millones de dólares en menos tiempo de exhibición.
De estas aventuras jurásicas me fascinan varias cosas. En primer lugar, comprobar como los dinosaurios, tan horrendos y gigantescos, se han convertido en los muñecos favoritos de millones de niños, aunque dejo el análisis para los psicólogos y sociólogos avispados. También me llama la atención como a través de estos disparates hollywoodienses se ha divulgado el Mesozoico, la paleontografía y la Prehistoria. Aquí está la labor cultural que aludía al principio de este artículo disparatado, lo que hace que considere esta serie de películas como un producto cultural divulgativo, aunque dicha consideración pueda despertar la ira de algún humanoide con ínfulas culturalistas. Con complejo de inferioridad, quiero decir ¡Hay que ver la que lía un mosquito conservado en ámbar!
A estas dos razones de fascinación debo añadir una tercera. Los dinosaurios me hacen reflexionar sobre la existencia humana y nuestra insignificancia. Los seres humanos de 2015 somos una birria temporal comparados con el Carnotaurus o un fósil de Ammonites. Debemos de ser agradecidos con estos seres extintos, porque gracias a su desaparición nosotros estamos aquí como especie dominante. Vaya, que no somos nada comprado con 165 millones de años, y esto bien vale una reflexión filosófica. Al final tiene razón Augusto Monterroso con eso tan polisémico de “Cuando despertó, el dinosaurio aún estaba allí”. Los dinosaurios nos traen una reflexión filosófica sobre nosotros mismos y la relativización de la existencia humana, Un pensamiento con permiso de Pedro Picapiedra, aunque muchos no lo perciban. ¡Qué se le va hacer! Os puedo asegurar que tal reflexión da vértigo. Flintstones, meet the Flintstones.