El tiempo resbala entre días, semanas y meses; se acumula mientras cambiamos de rostro y nos desfiguramos; evolucionamos y pensamos que todo pasa volando. Lo nuevo es viejo y después retro hasta convertirse en reliquia de coleccionista maniático de la acumulación reconocida de tiempo.
Cuando queremos darnos cuenta, lo que aprehendimos como novedoso deja de serlo, es un trasto inútil que ha sido sustituido por otro más pequeño, menos ruidoso, infinito, con olor a electrónica japonesa, a salón de interiorista, a peonza digital, a cubierta de cromo Panini recién despegado.
Cómo pasa el tiempo. Sin darnos cuenta, dejamos la niñez, aparcamos los granos de la adolescencia, la rebeldía de la juventud y nos planteamos alcanzar metas de adultos. No miramos hacia atrás porque todo ha ocurrido a la velocidad de la luz, sin la intensidad de la cámara lenta, con gotas de lluvia disecadas en fósiles de existencia repetida. Los tics de los perdedores, la euforia de los ganadores, la neutralidad de la masa y el desquicie de los más desafortunados en la tómbola de la alegría.
Obvio, como la lógica; falaz, como la satisfacción del momento dado; tentador, como la vida de los que hablan sin darse cuenta de que todo lo que dicen ya ha sido recreado antes. Originales, hasta que el quicio del último paso engulla la goma pegada a nuestros calcetines y se escuche plof.
Óscar Delgado