Por Voro Contreras, periodista
Sé que resulta raro, pero algunos pensamos de verdad que Elvis es el Rey. Aunque eso no es nada; algunos aseguran que sigue vivo. Y otros creen que es Dios, o algún tipo de deidad de corte judeo-cristiano a la que invocar cuando se tienen dudas. Incluso en mi pueblo se ha fundado una “Església Presleyteriana” que predica vía Internet y que ya tiene cerca de 300 adeptos. No sé, quizá son demasiados atributos para un simple hombre que nació hace ahora 75 años en un pueblecito llamado Tupelo y que se dedicaba a cantar.
Y pensamos que es el rey (y algunos, una deidad inmortal) pese a que sabemos que había gente que cantaba mejor que él y que movía mejor las caderas. Seguimos adorándole aunque hemos visto esas películas en las que se tiraba al mar desde 20 metros de altura y emergía del agua con el tupé hecho. Le tenemos el más grande de los respetos aún conociendo que en sus últimos y adiposos años salía al escenario con una especie de pañal bajo el traje blanco y las lentejuelas porque le costaba controlar el esfínter. Sin duda, los seguidores de Elvis formamos una extraña procesión.
Pero tenemos nuestras razones para creer en él y mostrarle devoción. Lo hacemos desde la perspectiva que nos da haber pasado parte de nuestras vidas en el siglo XX y vivir ya del siguiente. Dos siglos que nos han confirmado que todo es efímero, que las novedades, creencias y las ilusiones que parecían destinadas a cambiar el mundo se van arrugando hasta quedar en nada. Pero mucho antes de que esto ocurra, ya habrá otra novedad, otra creencia y otra ilusión que la sustituya y por la que la gente pagará un montón de dinero o seguirá a pies juntillas. Así que algunos preferimos aferrarnos a mitos caseros, nada complicados y poco exigentes, que te ofrezcan momentos de placer ”sin placer es imposible vivir”, la frase es de Celine pero creo que mucho antes ya la defendían los epicúreos y que no te castiguen si algún día te ríes de ellos o, simplemente, dejas de creer. Pienso que durante la historia de la humanidad, las creencias han estado sobrevaloradas y por ellas se han hecho muchas barbaridades. Así que si hay que creer en algo, que sea simpático y que no nos cueste la vida.
Y el mito de Elvis es algo simpático, y a no ser que uno sea un friki exaltado, tampoco creo que nos vaya a costar la vida. Es un mito que se fundamente en algo muy norteamericano (y, por tanto, muy occidental) como es el éxito y decadencia de una persona nacida en lo más bajo de la sociedad. Durante su infancia, y después de que su padre pasara por la cárcel al intentar añadir un par de ceros a un cheque, Elvis creció en viviendas sociales para blancos, a pocos metros de los guetos negros de Tupelo y Memphis. En el colegio y el instituto sus compañeros le miraban raro porque, en vez de llevar peto tejano como buen “redneck”, compraba su ropa en la tienda a la que iban los negros para buscar sus trajes para bailar. Elvis rezaba y creía en el Buen Dios, pero los domingos intentaba escaparse de su iglesia para ir al templo en el que los negros alababan al Señor cantando hasta desgañitarse. Pero también escuchaba en la radio a todas las estrellas country del Grand Ole Opry, a quienes trataba de imitar (y después hay peludos que se creen el colmo del mestizaje).
Este carácter “mulato” fue el que le hizo triunfar. Su descubridor, Sam Phillips, iba buscando a un blanco que cantara como un negro, pues aseguraba que, quien reuniera estas características, ganaría un millón de dólares. No es ninguna tontería. Por aquella época, y sobre todo allí donde Elvis echó los dientes, la diferencia entre razas jugaba un papel muy importante, y en lo musical, por ejemplo, se llamaba “Race Music” a la que hacían los negros, que se radiaba en emisoras sólo para negros y que tenía éxito o no en las listas “top” para música negra. El mérito de Elvis no fue ser el mejor (eso, incluso los adeptos podemos discutirlo) ni el más radical. Fue ser el primero. Elvis rompió una barrera y con ese golpe sacudió la sociedad de un país y la cultura del siglo XX.
Ahí está el gran mérito y el resto es historia. Triunfó aportando algo nuevo con una de las maneras de cantar más particulares que se han visto. Como todas las grandes revoluciones, la que trajo Elvis no tardó en ser controlada por los grupos de poder. Elvis ya era el Rey, pero no había dejado de ser también un chiquillo de Tupelo con poco mundo. Por ello se encerró en su propio círculo formado por sus amigos de siempre y su familia, todo bajo el dominio paleto y ambicioso del Coronel Tom Parker, ese manager que apenas sabía leer pero que llegó a quedarse hasta la mitad de lo que Elvis ganaba. Durante los sesenta, malgastó su tiempo haciendo películas entre reguleras y malas y criando manías en su mansión. Se casó con Priscila cuando la chica cumplió los 18 (llevaba saliendo con ella desde que tenía 14) y se perdió todos los avances musicales que vinieron de la mano de Beatles, Rolling, Byrds y compañía.
Un día, allá por el 68, un productor televisivo se llevó a Elvis a almorzar a un bar. Quería demostrarle que si no hacía algo, el mito de Elvis se iba a perder en el olvido. Efectivamente, Elvis comprobó que nadie reparaba en su presencia, cuando apenas 10 años atrás ni siquiera habría podido salir de casa por la cantidad de fans que hacían guardia a sus puertas. El Rey se cayó del caballo y retornó por la puerta grande al mundo del espectáculo con ese momento de resurrección artística sin igual que fue el Especial de la NBC en el que salió vestido de cuero negro. El éxito fue clamoroso, Elvis volvió a los escenarios y su nombre estuvo de nuevo en lo más alto. Si Elvis es un dios, debe ser el único dios que resucitó antes de morir.
Pero la resurrección no duró mucho. Entre el 68 y 1972 grabó algunas de las mejores canciones y algunos de los discos más completos de su carrera. Pero dentro de él, o a lo mejor encima, había algo demasiado pesado que le impedía avanzar. Manías, drogas y bocadillos de plátano con crema de cacahuete fueron modelando su imagen hasta encerrarle en un circuito de actuaciones cada vez más mediocres para un público cada vez más hortera. No fue hasta ese 16 de agosto de 1977 en el que murió cuando todo el mundo se acordó de que en Graceland había estado viviendo el Rey del Rock’n’roll. Hasta ahora, si en algo ha seguido estando de acuerdo todo ese mundo, es en no quitarle el título real. Por algo será. Larga vida al mito.
Óscar Delgado