El benjamín

En el salón, los mayores hablaban de sus cosas, bajo la humareda de una sobremesa de domingo. Pastas, café, bebidas espirituosas, puros de la boda de la prima Ester, azúcar en el mantel mezclada con migas convertidas en pelotas negruzcas, pisotones conversacionales, el ronquido del abuelo de fondo –siempre se quedaba dormido en el sofá, frente a la tele, a un metro y medio escaso de la mesa presidencial- y el teléfono fijo que reclamaba cada cierto tiempo la atención de los miembros familiares, cuya avidez parlamentaria no abandonaban hasta que tenían bien caliente el auricular y su interlocutor se preguntaba: “¿hablas conmigo?”.

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La confusión, la algarabía y la felicidad, consecuencia de la fermentación acelerada de la cerveza del aperitivo, el caldo de la comida y los licores del postre, propiciaban el escenario perfecto para cometer fechorías infantiles. No había vigilantes, era fácil escuchar la conversación telefónica desde la habitación contigua o estropearla con ruidos de película de serie b; tocar las cosas que en circunstancias normales estaba prohibido tocar; andar descalzo sin que nadie se diera cuenta; poner la música más alta de lo políticamente correcto; jugar con la pelota de tenis en el pasillo; comer chocolate sin reparar en las manchas de la ropa; revisar las cartas de amor adolescente de los hermanos mayores; utilizar la información recabada para chantajear al implicado y obtener pingües beneficios; pegar al fuerte y correr hasta las faldas de mamá para acusar al golpeado de lo contrario; hurgar, malmeter, rasgar, espiar, trastear.

 

Cuando la sobremesa tocaba a su fin, la normalidad regresaba al hogar. Como cosa de brujas, la cara de bueno retornaba a un rostro poco acostumbrado a desfigurarse, el del pequeño de la casa.


@os_delgado o @360gradospress

Isabel Rivera

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