“Coge de encima del aparador dos hueveras y llévaselas a Felisa para que las llene, dile que luego se las pago”. Frases como ésta se han convertido en patrimonio del mundo rural, voces de tradición que han mantenido el pulso de la vida en el campo bajo unas constantes casi imperceptibles en estos tiempos que corren, pero que siguen ahí, como herencia embellecida por la riqueza de nuestros antepasados.
Hoy los huevos de corral se venden como delicatessen en las tiendas de gourmet, envasados en cajas marketinianas que adolecen de la vida de historias como las que encabezan este escrito. En los pueblos siempre se ha guardado todo lo que permitía envasar y conservar los alimentos trabajados en casa, los mismos que nacían del esfuerzo diario por obtener el sustento de la tierra y del ganado. Frascos para el tomate frito, cajas de tabacos para las viandas mayores de la matanza y las de las galletas para las menores, botes de colacao para la harina
y hueveras para las gallinas ponedoras.
Hace unos días, al llegar a casa, encontré dos hueveras de las de siempre, como las que de pequeño utilizábamos también en las clases de plástica del colegio. No me miré al espejo, pero sé que sonreí, me provocó la ternura que esconden los pequeños momentos de vida. Su destino será un pueblo de Ibiza, donde guardarán celosamente los huevos que pongan cinco gallinas cansadas de que su fruto se devalúe en bolsas de Spar. Yo no pongo huevos, pero a veces se me pone la piel de gallina.
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