Se llamaba Said, tal vez Adnan, quizás Mustafá, qué importa ya su nombre, murió hace unos días devorado por las aguas, que se tragaron su sueño, su procedencia, su historia. El cuerpo de Said o Adnan o Mustafá, lo encontraron el otro día en la orilla de una playa andaluza, yerto y escupiendo olas, como un calamar derrotado, bajo un cielo que azulea un verano sin nubes y brotes de un calor arbitrario e intenso.
Said o Adnan o Mustafá se lo jugó todo en la ruleta de la vida y perdió. Buscaba encontrar un mundo mejor o más justo o una puerta donde en el otro lado hubiese algo más que una esperanza escrita en un papel, quizás una primavera con lluvia y el mugir de una vaca a punto de parir bajo una noche preñada de estrellas.
Said o Adnan o Mustafá huía de las balas clandestinas, de las persecuciones de una gente con una religión que no era la suya, de los verdugos uniformados que matan por una palabra mal dicha, por un gesto incrédulo o un apellido equivocado. Todo en un país donde vivir un día es un premio que los dioses conceden a los hombres que nunca miran atrás, porque los ojos dibujan el miedo de color rojo y la sangre se seca con las llamas del infierno.
Said o Adnan o Mustafá ya no recordará el rostro dulce de su esposa y la risa celeste de sus hijos. La marea baja de la playa andaluza, donde comienza el mundo soñado, solo mostró el escuálido cuerpo de un hombre que quiso llegar allí y las aguas le robaron su historia.