El mundo sufre un sinfín de problemas, uno de ellos es el aburrimiento. El mundo dejó de girar porque un sacacorchos de miserias lo bloqueó. Por eso siempre da el sol en el mismo lado; en el otro extremo, un frío polar mantiene los restos de vida como porcelanas tristes de Venecia. El mundo se derrite y se congela. En ambos casos fallece por locura.
En esta noche permanente nadie ha ido al baile de máscaras, tampoco las estrellas invitaron al tenor, solo los pingüinos guardaron un correcto protocolo mientras los músicos buscaban inútilmente a Tarzán en medio de la selva.
Siempre es la hora en punto y nadie sabe nada del reloj. El tiempo es una odisea que vivimos cada vez que nos encontramos en este cuarto oscuro, sedientos de aire y primaveras, cuando dices que has visto a un hombre en medio del desierto.
Es mentira eso que han dicho que mañana es una posibilidad remota, una bombilla oculta detrás de las cortinas. Es rotundamente cierto que existimos bajo las sombras y caminamos y lloramos y corremos en busca de una lágrima que se perdió en el último registro.
Somos así, una sonrisa rota entre tinieblas, el sueño de un gato a los pies de tu sofá, la rosa de cera que nunca tuvo invierno, el grito silencioso de los moribundos, la pregunta que nunca nos hicieron cuando abrimos los ojos y ese día se olvidó para siempre, porque siempre es un concepto que no tiene ventanas y allí todos somos iguales. O simplemente somos.
Foto: Carmen Vela
José Manuel García-Otero